domingo, 26 de diciembre de 2021

LA VITALIDAD DE LA MUERTE: APUNTES DESDE LA FILOSOFÍA DE LA CULTURA DE DAVID SOBREVILLA Y LA FILOSOFÍA DE LA FINITUD DE ODO MARQUARD

 


Pintura alemana de una danza macabra del siglo XVIII

THE VITALITY OF DEATH: NOTES FROM DAVID SOBREVILLA'S PHILOSOPHY OF CULTURE AND ODO MARQUARD'S PHILOSOPHY OF FINITUDE 

David Álvaro Huallpa Vargas, 

Estudiante de Filosofía de la Pontificia Universidad Católica del Perú 

 

RESUMEN 

El presente ensayo busca analizar otro aspecto acerca de la muerte. Se parte de la siguiente hipótesis: la muerte no solo es destructora o esencialmente negativa, sino que, ex negativo, es generadora y positiva. Este enfoque puede ser conveniente en tanto que replantea el tema de la muerte desde un ángulo que, de ordinario, no siempre se advierte. Para ello, se trabajará a partir de las observaciones de la filosofía de la cultura de David Sobrevilla y la filosofía de la finitud de Odo Marquard. Se concluye, finalmente, que la muerte, ex negativoconcretamente mediante su experiencia, es efectivamente creadora: ocasiona, pues, la cultura entera. 

Palabras clave: Muerte, cultura, SobrevillaMarquard, ontología. 

ABSTRACT 

This essay aims to analyze another aspect about death. We start from the following hypothesis: death is not only destructive or essentially negative, butex negativo, it is generative and positive. This approach can be helpful, as it rethinks the issue of death from an angle that, usually, is not always apparent. To do this, we will work from the observations of the David Sobrevilla's philosophy of culture and the Odo Marquard's philosophy of finitude. Finally, we conclude that death, ex negativo, specifically through its experience, is indeed creative: it, in fact, causes the entire culture. 

Keywords: Death, culture, Sobrevilla, Marquard, ontology. 

 

Introducción: 

La muerte, ese fenómeno presente y a la vez ausente en la vida de todo hombre. Aunque el hombre la niegue, muere; aunque el hombre no las niegue, igualmente muere; aunque el hombre cree ficciones y las tome como verdaderas, muere; aunque esas ficciones sean efectivamente ciertas y, entonces, algo así como el alma, por ejemplo, sobreviva al cuerpo material, igualmente muere (en parte). Por ello tan lúcidamente Albert Caraco, quizá el filósofo sefardita más lúcido de su generación, sentenció alguna vez: «Tendemos a la muerte como la flecha al blanco, y no le fallamos jamás, la muerte es nuestra única certeza y siempre sabemos que vamos a morir, no importan cuándo y no importa donde, no importa la manera» (2004, 8). Nuestra muerte es, pues, una certeza consciente o inconsciente: la vida es la otra cara de la muerte y la muerte es la otra cara de la vida.  

En este ensayo nos aproximaremos al otro sentido de la muerte, al menos de su experiencia, que comúnmente no se advierte con claridad. La muerte, desde esta perspectiva, no es solo destrucción, fría y cruel, sino también, a la vez, ex negativogeneradora y creadora: la muertede este modo, suscita y propaga la culturaEse es precisamente el tema central de nuestro trabajo. Para ello, dividiremos nuestro ensayo en tres partes. En la primera, veremos el tema de la cultura desde el marco de la filosofía de la cultura de David Sobrevilla Alcázar (1938-2014) (I)En la segunda parte, veremos las implicaciones de la filosofía de la finitud de Odo Marquard (1928-2015) (II). Finalmente, veremos cómo estos temas se relacionan y complementan precisamente con la muerte y su experiencia (III). 

 

I 

David Sobrevilla fue uno de los filósofos peruanos más significativos de su tiempo. Sus trabajos, con seriedad y rigurosidad, han atravesado varias capas de la filosofía: desde la estética, pasando por la teoría literaria, hasta la historia de la filosofía peruana, por ejemplo. Uno de los tópicos donde también se desarrolló con soltura fue la cultura. Al respecto, dedico un artículo importante, “Idea e historia de la filosofía de la cultura (pp. 15-36)para el quinceavo volumen de la Enciclopedia Iberoamericana de filosofía, publicada por la editorial Trotta en el año 1998, dedicada a la filosofía de la cultura. Ese trabajo fue ampliado, luego, en su Introducción a la filosofía de la cultura, que es su trabajo más acabado.  

Allí Sobrevilla nos dice, con la sobriedad que lo caracterizaba, que la filosofía de la cultura no es sino «la reflexión filosófica [i.e., conceptual] sobre ésta [la cultura] y sus elementos, la dinámica de los fenómenos culturales, la fundamentación de los conceptos extraídos de los mismos y la evaluación y crítica de dichos fenómenos desde una perspectiva filosófica» (1996, 31). También hace una historia de la filosofía de la cultura, de la que nos advierte que es una disciplina relativamente reciente. Distingue entre dos olas principales. La primera va desde el neokantismo y se extiende críticamente, incluso, hasta algunos representantes iberoamericanos (desde Unamuno, pasando por Ortega, Salazar Bondy, etc., hasta Villoro). La segunda, por su parte, va desde Gehlen, pasando por Popper, París, hasta Mosterín. La diferencia fundamental es que mientras que la primera es más especulativa, la segunda ola, en contraste, se basa más en las ciencias empíricas (1996, 81; 91). Sin embargo, advierte Sobrevilla, en ellos muchas veces se advierten ciertas limitaciones, precisamente porque es una disciplina reciente:  

 

Por su juventud como disciplina, la filosofía de la cultura todavía tiene un desarrollo muy incipiente que se advierte claramente del hecho de que cuando ella reflexiona sobre su objeto de estudio —la cultura— no tiene en cuenta todos los sentidos que la palabra ha adquirido sino sólo algunos de ellos —normalmente las acepciones subjetiva, antropológica y objetiva. También se lo puede comprobar de que no trata de poner en conexión estos sentidos y de ofrecer un cuadro satisfactorio y convincente de cómo se articulan […] (1996, 94). 

 

La propuesta filosófica de Sobrevilla trata de superar esas limitaciones. En efecto, su método está más emparentado con la genealogía (filológico e histórico), de modo que, con ello, sí se pueden advertir los sentidos de la palabra cultura y su puesta en conexión. En efecto, ello lo hace Sobrevilla desde el inicio del libro; por ello comienza, antes de ir a la filosofía, caracterizando la palabra culturaInicia, pues, recordándonos que la palabra cultura proviene del latín colere que significa cultivar. Con el pasar del tiempo, sin embargo, ha venido a tener algunas variaciones semánticas. Puede seguir refiriendo al cultivo o cuidado (e.g., cuando refiere a la agricultura o apicultura). Pero también puede referir, desde Cicerón por lo menos, a un sentido figurado que, según Sobrevilla, se puede dividir, a su vez, en otro espectro. Son dos, sin embargo, los principales. Por un lado, en sentido objetivo, a saber, «como creación y realización de valores, normas y bienes materiales por el ser humano» (1996, 15). Ello tiene, a su vez, distintas especificaciones: restringido históricamente o por pueblos específicos, y en sentido descriptivo o normativo. Por otro lado, la cultura en sentido subjetivo, a saber, como «el cultivo del hombre que lo hace por ello culto, o el de sus facultades» (1996, 16). A la reflexión sobre la cultura y todos esos elementos constituye, como ya señalamos, la filosofía de la cultura. 

 

II 

Una de las experiencias más familiares del hombre de carne y hueso es la de su finitud, y sobre todo en el tiempo. «La vida humana es breve» (2012, 13), nos dice con razón el filósofo alemán Odo Marquard, uno de los representantes más serios del escepticismo contemporáneo, y sobre la cual elabora toda una filosofía de la finitud (escéptica). El argumento de Marquard que aquí nos interesa y exploraremos es el que sigue: la finitud, concretamente su experiencia, hace del hombre un homo compensator lo cual, a su vez, lo lleva a realizar la cultura.  

La vida del hombre, nos dice, se da entre su nacimiento y su muerte. Todos nacemos y todos morimos indefectiblemente (al menos, nuevamente, en un sentido o en parte): «Nuestro futuro más cierto es nuestra muerte. Nuestro pasado más inevitable es nuestro nacimiento. Esto es válido para todo ser humano, pues […] hasta ahora la mortalidad y la natalidad de los seres humanos alcanzan un promedio del cien por cien» (2012, 13). Por ello, Marquard llega a decir que el hombre, en efecto, «no existe para la perfección, sino «para la muerte»» (2001, 46). De este modo, nuestra vida es efectivamente también finita o lo que es lo mismo para Marquard: la vida es efectivamente breve (vita brevis)así es como interpreta este filósofo el ser para la muerte heideggeriano (2012, 20). Ello tiene, por supuesto, implicaciones importantes para el hombre.  

Al no ser, pues, el hombre lo absoluto (2006, 9), no tiene una vida absoluta, aunque tampoco es, ciertamente, la nada absoluta; su vida es imperfecta, marcada por la contingencia. Ahora bien, la experiencia de esa carencia, para Marquard, se alivia mediante las compensaciones. Los hombres «no son actus purus, pero tampoco nada en absoluto, sino algo en vez de. Por ello necesitan, como reparación de esa carencia de absoluto o de nada absoluta, compensaciones: no lo absoluto, sino lo humanamente posible» (2001, 49). Su finitud, antes bien, lo presiona a ello: el hombre, pues, «[n]o está tan bien constituido como para poder permitirse desdeñar lo imperfecto; depende de «vicesoluciones», de segundas opciones, de aquello que no es lo absoluto» (2012, 18). Es lo único, pues, que le queda como ser finito (2001, 45). De modo que, así, entonces, es la finitud, y su experiencia, lo que lleva al hombre a compensar: a ser homo compensator 

Esas compensaciones son muy diversas, pero tres son las más resaltantes. Primero, una de las formas en las que se compensan las carencias es con cierta ética donde el cuidado es central. Dado que la vida del hombre es breve, no puede, por decirlo de algún modo, hacerlo todo: «Si tuviéramos tanto tiempo como quisiéramos, podríamos despilfarrarlo a voluntad sin que ello supusiera perder el tiempo: siempre habría más. Pero precisamente sucede que no hay más» (2012, 13). El hombre tiene siempre, pues, que elegir una opción en lugar de otra de manera cuidadosa, aunque llegue a saber que ninguna de ellas, en su vida finita, será duradera (por ello, también, su felicidad está rodeada siempre de infelicidad (2006, 39)). Ello, obliga al hombre a la rapidez, ser más rápido al menos que su muerte si es que quiere conseguir algo realmente. A su vez, sin embargo, no puede ser solo rapidez, y es que su vida es tan finita, donde el tiempo es más bien un bien escaso, que no puede desprenderse por completo de su pasado y solo cambiar, ni tampoco tiene una capacidad ilimitada (i.e., absoluta) de cambio. Por ello, concluye Marquard, hay que vivir, antes bien, siendo rápidos y lentos a la vez, previniendo así estar solo avocados el futuro o solo avacados a nuestro pasado y su lentitud (2012, 13-14).  

Segundo, otra forma de compensar nuestras carencias es mediante nuestros congéneres y la comunicación con ellos: así, también, pues, vivimos un poco de sus vidas y mitigamos nuestra finitud. La finitud motiva, entonces, las relaciones interpersonales. Así nos lo dice Marquard: «los seres humanos compensan incluso aquella escasez de tiempo, la finitud, condicionada por la mortalidad, que surge porque sólo tenemos una única vida, y lo logran gracias a la pluralización de esa vida, al tener prójimos y vivir un poco su vida en la comunicación con ellos» (2001, 48). De ese modo, pues, el hombre logra pluralizar su vida y liberarse así del dictamen determinista de las tradiciones heredadas. Así, apunta este filósofo, el hombre adquiere su libertad individual: sola divisione individuum (2012, 20). 

Sin embargo, tercero, la forma más sustancial por la cual se realiza esa compensación de nuestra finitud, y concretamente de su experiencia, es mediante la cultura. Según Marquard, ello permite al hombre, en efecto, superar compensatoriamente, de manera más plena, sus carencias. Por un lado, sus limitaciones físicas: «El hombre, ser esencialmente carente, compensa sus carencias físicas mediante la cultura» (2012, 21). Por otro lado, sus limitaciones psicológicas: «El Homo compensator es el Homo symvolicus: vive en la cultura, una realidad en vez de aquella primera realidad absoluta que no puede soportar» (2001, 49-50). O como bien ha señalado uno de sus seguidore e introductores de Marquard en nuestra lengua, Joan-Carles Mèlich«La cultura, a través de sus «artefactos simbólicos», a través de su gramática, ha intentado que los seres humanos pudiéramos reducir (o compensar) ésta angustia [que provoca la experiencia de la finitud]» (2011, 38). 

Pero lo más significativo de la cultura es que compensa la inestabilidad y celeridad de la realidad mediante la lentitud. Después de todo, en efecto, apunta Marquard: «A la aceleración del cambio corresponden lentitudes compensatorias» (2012, 21). Esto es claro, por ejemplo, ahora, donde la modernidad ha impuesto una cultura de la innovación constante. Con la modernidad, ciertamente, todo tiende a ser más rápido y se trata de dejar atrás, de este modo, por ejemplo, las tradiciones (i.e., lentitudes) con premura. Pero el hombre no soporta esa sobrecarga de innovación, de rapidez e inestabilidad, «[p]ues cuanto más conduce la aceleración de la innovación a una sobrecarga de innovación, tanto más fuertemente crece la necesidad de compensar las rupturas de la continuidad mediante el cultivo de la lentitud, mediante la cultura de la continuidad» (2012, 14). Y, ¿acaso, la cultura no es el medio par excellence por el cual el hombre inyecta lentitud a su vida, a la realidad fugaz de ordinario inestable 

 

III 

Ahora bien, los dos apartados anteriores pueden parecer un poco inconexos respecto al tema de la muerte. Lo único que parece unirlos esciertamente, el tema de la cultura. Sin embargo, ambapropuestas pueden ser relevantes e iluminadoras, como veremos a continuación, para aproximarnos al tema de la muerte en el sentido que tratamos aquí. Para que ello quedclaro, hagamos ahora algunas precisiones conceptuales sobre las propuestas de estos dos autores. 

Comencemos con Odo Marquard. Frente a su propuesta de la filosofía de la finitud, podemos hacer la siguiente precisión. El motivo fundamental que está detrás de la experiencia de la finitud es la muerte. En efecto, si tuviésemos una vida donde la muerte no esté presente y no la experimentemos, no advertiríamos la brevedad de nuestra vida ni ninguna carencia, pues siempre podríamos mejorarla, ni los errores nos pesarían tanto porque siempre tendríamos el tiempo de resarcirlos, aunque ni siquiera tendríamosstricto sensu, la necesidad de ello al ser inmortales. De modo que, en efecto, el motivo fundamental tras la experiencia de la finitud es la experiencia de la muerte.  

Ahora, si, como vimos, la finitud, y su experiencia, está en la raíz de la cultura, y como, además, si, a su vez, en la base de la finitud está la muerte, y sus respectivas experiencias, entonces, de ello se sigue que, en el fundamento de la cultura, en su esencia, está la experiencia de la muerte. He allí, entonces, su potencia generadora ex negativo. Al respecto, Joan-Carles Mèlich ha sostenido que la finitud no equivale a la muerte, sino, antes bien, a la vidaVeámoslo ahora, pues, con ello aclararemos, además, nuestro argumento. La propuesta de Mèlich, que se puede asociar al vitalismo, sostiene que, como tal, la vida está vinculada con el movimiento, mientras que la muerte, con la quietud. La vida es, pues, sostiene el filósofo catalán, trayecto: el trayecto que va desde el nacimiento y culmina con la muerte. La muerte, por su parte, es precisamente la cesación de ese trayecto: «Cualquier fijación, cualquier fin de trayecto, representa el final de la finitud: la muerte» (2011, 35). En este sentido, la posición concluyente de Mèlich es la siguiente: «no hay que identificar, como suele hacerse de forma apresurada, muerte con finitud. Es necesario dejar bien claro […] que la finitud no es la muerte sino la vida» (2011, 15). 

Frente a ello, podemos hacer las siguientes aclaraciones. Primero, no debe confundirse y señalar, apresuradamente, que la muerte es algo que no se presenta en la vida o que está más allá de la vida, de modo que la muerte acontecería cuando todo muere universalmente o cuando se perpetúa la sola quietud absoluta. Antes bien, la muerte está presente efectiva y cotidianamente en nuestras vidas. No, por supuesto, de manera absoluta, sino de manera relativa. Muere tal o cual singular, tal o cual particular, pero no muere el todo absoluto universalEn la obra de Mèlich nos parece que esa precisión conceptual no es, pues, tan clara. Por ejemplo, dice: «la muerte no forma parte de la finitud, más bies es su condición, una de sus condiciones, pero, al mismo tiempo, es también su negación» (2011, 35)Lo que señala no es incorrecto, pero su ambigüedad puede ocasionar dificultades. Sería, pues, mejor, y más preciso, señalar lo siguiente: la muerte en tanto absoluta no forma parte de la finitud, la muerte en sentido relativo, sin embargo, es su condición, una de sus condiciones, pero, al mismo tiempo, es también su negación y ello, nuevamente, en sentido relativo (singular o particular), no universal. Dicho esto, podemos pasar, segundo, remarcar que nuestra posición no señala, pues, que la muerte absoluta es lo que funda la cultura. Al contrario, hecha nuestra aclaración conceptual, podemos decir ahora que es, más bien, la muerte en sentido relativo (del individual o del particular, pero en ningún caso del universal) la que está en el fundamento de la cultura. Más concretamente aún, no es ni siquiera la muerte en sentido relativo como tal, desnudamente, la que funda, sin más, la cultura, sino su experiencia: la consciencia que tenemos de la muerte, de nuestra finitud. De allí que a lo largo de este ensayo hayamos remarcado reiteradamente la experiencia de la muerte antes que hablar, desnudamente, solo de la muerte como tal. Aclarado todos estos aspectos, pasemos al siguiente. 

La filosofía de la finitud de Marquard (de la que también es seguidor Mèlich) tiene una limitación importante. Y es que, si bien logra aclarar que la finitud, y su experiencia (en cuyo fundamento, como vimos ahora, está la experiencia de la muerte), hacen del hombre un homo compensator, y ello, a su vez, ocasiona que el hombre realice la cultura, no obstante, su filosofía se detiene allí, y no precisa, pues, lo que es la cultura. Por ello, su filosofía, en este aspecto, se nos revela como incompleta. Es allí, donde entra con fuerza la propuesta de Sobrevilla y la complementa. En efecto, allí hay una caracterización conceptual más precisa de lo que es la cultura. Hagamos ahora una precisión pertinente al respecto para completar nuestro argumento. 

De lo que vimos en el primer apartado se puede desprender, con mayor precisión, lo siguiente. La cultura implica un salir efectivo de lo inmediato: precisamente cultura, como ya es claro en Hegel, se realiza con el trabajo (manual o intelectual). En este sentido la cultura es distinta de la naturaleza, siempre y cuando se entienda esta última como lo inmediato, pues el hombre, aún con todo, sigue siendo naturaleza, pero ello en otro sentido (i.e., como naturaleza mediata). Sobrevilla dice solo de la cultura en sentido objetivo que es así: «En esta acepción objetiva la cultura se opone a la naturaleza» (1996, 15). Pero no dice nada de la cultura en sentido subjetivo o no lo precisa bien. Hagámoslo. Si cultura en sentido subjetivo, como ya vimos, es la forma en que el hombre se hace culto, entonces ello también es ya un salir de lo inmediato, de la naturaleza inmediata; por ello, esta acepción importante de cultura es también opuesta a la naturaleza (inmediata). De este modo, por lo tanto, cuando señalamos que la muerte, concretamente su experiencia, funda la cultura no decimos otra cosa sino que la muerte, y su experiencia, hace que salgamos de lo inmediatamente natural: he allí la base de su potencia generadora. De este modo, la experiencia de la muerte esta en el fundamento esencial de la tecnología, del arte (y todas sus variantes), de la religión, de la filosofía (en todas sus ramas) en tanto, por supuesto, todas ellas son formas en que el hombre ha salido de lo inmediatamente natural. He allí, de manera ya más completa al final de este ensayo, la potencia generadora de la muerte y su experiencia. 

 

Conclusión: 

En suma, hemos visto la muerte bajo la hipótesis de que esta no es solo destructora, fría y cruel, sino que también es generadora y creadora. Ello lo hemos tratado de mostrar partiendo de la consideración de David Sobrevilla y de Odo Marquard.  

En primer lugar, vimos la filosofía de la cultura de Sobrevilla (I). Esta es definida por el autor como la reflexión sobre la cultura y sus implicaciones. Nos advierte, también, que esa es un área de la filosofía joven, por ello es que aún tiene algunas dificultades. Por ejemplo, no siempre tiene en cuenta todos los sentidos de la palabra cultura ni los pone en conexión. La propuesta de Sobrevilla trata de superar esos aspectos al ser su método más genealógico. De ese modo puede aclarar no solo los sentidos de la palabra cultura” conscientemente, sino también ponerlos en conexión. Advierte que son dos los sentidos principales de la palabra cultura, uno conserva su raíz etimológica y la otra es figurada, la cual se divide, a su vez, en objetiva y subjetiva. 

En segundo lugar, vimos la filosofía de la finitud de Marquard y sus implicaciones (II). Su propuesta se basa en la experiencia de la finitud y, con ello, el hecho de la brevedad de la vida. Así, se revela que el hombre no es, pues, lo absoluto: es solo imperfecto. Y ello, apunta este autor, el hombre lo alivia mediante compensaciones: lo vuelve un homo compensator. Esas compensaciones son múltiples. Vimos tres: primero, el hombre compensa sus carencias con cierta ética donde el cuidado es fundamental; segundo, el hombre también compensa sus carencias mediante la pluralización de su vida a través de sus congéneres y el diálogo con estos. La tercera forma es, sin embargo, la más importante: el hombre compensa sus carencias, físicas y psicológicas, mediante la cultura. Notamos, finalmente, que lo más característico de la cultura es que compensa la rapidez de la realidad mediante lentitudes.  

En tercer lugar, relacionamos los dos momentos anteriores en una nueva unidad conceptual vinculada, ex negativo, con la muerte (III). Para ello, hicimos algunas precisiones conceptuales a los dos filósofos anteriores. Así, por un lado, señalamos que tras la experiencia de la finitud que tematizaba Marquard se encuentra la experiencia de la muerte. De este modo, concluimos allí que, si la experiencia de la finitud es el fundamento de la cultura, y si en el fundamento de la finitud está, a su vez, la experiencia de la muerte, entonces, por lo tanto, la experiencia de la muerte es el verdadero fundamento que da pie a la cultura. Luego, también, hicimos algunas precisiones conceptuales más a propósito de las consideraciones de Mèlich, uno de los seguidores de la filosofía de Marquard. Ello nos llevó a concluir que son dos los sentidos de la muerte: uno absoluto (universal) y otro relativo (particular y singular). No es la experiencia de la muerte en sentido absoluto lo que ocasiona la cultura, sino la experiencia de la muerte en sentido relativo. Por otro lado, notamos que la filosofía de la finitud logra su cometido, pero se detiene en la cultura: no trata, pues, la cultura de manera rigurosa, se estanca allí; por ello, es incompleta. Es allí donde la filosofía de la cultura de Sobrevilla nos ilumina para lograr complementar nuestra tesis principal. Allí también hicimos una precisión conceptual a partir de las reflexiones de Sobrevilla. Esencialmente, la cultura, ya sea objetiva o subjetiva, implica un salir de lo inmediato natural. Si ello es así, entonces la experiencia de la muerte ocasiona todo aquello que implique un salir de lo inmediato natural; en consecuencia, en el fundamento esencial de la tecnología, del arte, de la religión, de la filosofía, está la experiencia de la muerteQuod erat demonstrandum. 

Con todo, comenzábamos nuestro trabajo con una cita de Albert Caraco: «Tendemos a la muerte como la flecha al blanco, y no le fallamos jamás, la muerte es nuestra única certeza y siempre sabemos que vamos a morir, no importan cuándo y no importa donde, no importa la manera» (2004, 8). Para Caraco la muerte es meta, destino, hoy más que nunca con nuestra sociedad nihilista. Lo que hemos mostrado con este trabajo es que la muerte no solo se halla al final, sino también en el fundamento, al inicio, al menos, ex negativo. 

Quid? 

 

Bibliografía: 

Caraco, Albert. Breviario del caos. México D.F.: Sexto piso, 2004. 

Marquard, Odo. Filosofía de la compensación: estudios sobre antropología filosófica. Barcelona: Paidós, 2001. 

Felicidad en la infelicidad: reflexiones filosóficas. Buenos Aires: Katz, 2006. 

Individuo y división de poderes: estudios filosóficos. Madrid: Trotta, 2012. 

Mèlich, Joan-Carles. Filosofía de la finitud. Barcelona: Herder, 2011. 

Sobrevilla Alcázar, David. Introducción a la filosofía de la cultura. Lima: U.N.M.S.M., 1996. 


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