viernes, 24 de diciembre de 2021

SABIDURÍA Y SENTIDO DE LA MUERTE Y DE LA VIDA

Una naturaleza muerta de Vanitas (1630) por Pieter Claesz


WISDOM AND MEANING OF DEATH AND LIFE

Víctor Andrés Montero Cam, Lic. y Mag. en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica del Perú 
Correo-e: victormonterocam@gmail.com

RESUMEN

El presente artículo inicia con una presentación del núcleo sapiencial de la ética socrática y el de sus epígonos más emblemáticos (Séneca, Montaigne y Rousseau) para concluir con una breve reflexión sobre el sentido de la vida en relación directa con la muerte como certeza última e inexorable de la vida misma. En primer lugar, se abordará el concepto de sabiduría con sus características más relevantes; en segundo lugar, se desarrollarán los aspectos principales sobre el sentido de la muerte; en tercer lugar, se hará referencia a los aspectos destacados sobre el sentido de la vida. Por último, se ofrecen unas concisas conclusiones a manera de síntesis de lo anteriormente expuesto.

PALABRAS CLAVE: sabiduría, estoicismo, muerte, Séneca


ABSTRACT

This article begins with a presentation of the wisdom core of Socratic ethics and that of its most emblematic epigones (Seneca, Montaigne and Rousseau) to conclude with a brief reflection on the meaning of life in relation to death as the ultimate and inexorable certainty of life itself. In the first place, the concept of wisdom will be approached with its most relevant characteristics; secondly, the main aspects of the meaning of death will be developed; third, reference will be made to highlights about the meaning of life. Finally, conclusions are offered as a synthesis of the previous arguments.

KEY WORDS: wisdom, estoicism, death, Seneca


Cada día morimos, cada día perdemos una porción de nuestra vida, y hasta cuando crecemos, nuestra vida decrece.
Séneca. Cartas morales (1) a Lucilio, Carta XXIV

Sócrates decía que la verdad y la virtud son la misma cosa.
Séneca. CML, Carta LXXI

Es triste vivir sin amigos, pero es más triste vivir sin la verdad profunda del Ser interior.
Bhanzy. Concierto filosófico intemporáneo, inédito.



1. PALABRAS PRELIMINARES

La etimología presta sus servicios con respecto al origen histórico de las palabras. Nos ayuda a esclarecer el significado primigenio de un término, tal como fue usado por primera vez antes de cambiar su significado fruto de sus desplazamientos semánticos a causa de factores ambientales, culturales, funcionales o puramente circunstanciales y anecdóticos. Así, el vocablo sabiduría nos remite al verbo español “saber”, que a su vez proviene del verbo latino sapio que significa saber y que tenía para los antiguos latinos un uso sensitivo (saborear, tener sabor) como un uso racional (entender, tener inteligencia). Probablemente lo que querían ellos dar a entender mediante el doble uso de sapio es que para saber algo, una cosa cualquiera, es preciso saborearla, experimentarla, es decir, haberla vivido lo suficiente y descubierto un sabor agradable; lo que equivale a decir, un sentido valioso en ella para la vida.

Por el contrario, la ignorancia, es decir la falta de sabiduría, juicio o sensatez en las acciones, en la conducta, se dice en latín insapientia (insapiencia) porque es lo in-sípido (del latín insulsus = insulso, soso, necio), aquello que no tiene sabor, que carece de la “sal de la vida” y que, por ello, cuando es probado no sabe (a) nada. Por eso el ignorante, el que no sabe, porque no ha saboreado, porque está “sin saber” (in + sapio) se dice en latín insapiens (necio, insensato). De lo anterior, se deduce que el verbo “saber” no debe entenderse solo en el sentido de “comprender-se” uno a sí mismo, sino también en el sentido de “saborear- se” (sentir el sabor de o el gusto de) uno a sí mismo.

Sin duda, se podría abordar el concepto de sabiduría desde varios enfoques o perspectivas, todos ellos válidos o legítimos desde el punto de vista de quien los defiende con sus razones y objetivos distintos. Así, podríamos hablar de una sabiduría religiosa, política, cultural, práctica, etc.

Sin embargo, en este caso, para la presente exposición, dada mi experiencia de vida, mis lecturas frecuentes y mis investigaciones y exploraciones académicas y personales de casi tres décadas, abordaré este concepto desde la perspectiva del estoicismo, escuela filosófica perteneciente al periodo helenístico (323 a.C. – 31 a.C.) y a la cual me siento adscrito y de la que soy un practicante de la mayoría de sus principios y preceptos éticos desde que era un adolescente y culminaba el quinto año de Secundaria en el colegio San Antonio Marianistas del Callao.

La presente exposición se inicia con una presentación del núcleo sapiencial de la ética socrática y el de sus epígonos más emblemáticos para concluir con una breve reflexión sobre el sentido de la vida en relación directa con la muerte como certeza última y realidad inexorable de la vida misma. En primer lugar, se abordará el concepto de sabiduría con sus principales notas o características más relevantes; en segundo lugar, se desarrollarán los aspectos principales sobre el sentido de la muerte; en tercer lugar, se hará referencia a los aspectos destacados sobre el sentido de la vida, para finalizar señalando unas concisas conclusiones a manera de síntesis de todo lo anteriormente expuesto.

2. LA SABIDURÍA

Es cierto que la sabiduría es más un ideal, una utopía, algo por alcanzar desde nuestra imperfecta y finita condición humana, antes que una realidad tangible o algo fácilmente alcanzable. Pero es un concepto ético que sirve de inspiración para realizar lo mejor de la humanidad pese a su endeblez, limitaciones, vicios y defectos múltiples. La sabiduría no está en las palabras sino en las obras, porque “es verdaderamente vergonzoso aquello que tantas veces se ha reprochado: hacer filosofía de palabras, pero no de obra” (2). Por eso una persona culta o erudita, o incluso muy inteligente, no alcanza a ser sabia, si no vive con virtud y coherencia moral.

Los sabios, pues, constituyen las piedras angulares de la construcción de una humanidad moralmente superior. Ellos tienen el deber moral de auxiliar y sostener a los demás hombres enseñándoles, señalando sus vicios y censurándolos, y animándolos a vivir mejor sus vidas, esto es, de manera más honrada, justa y razonable. En consecuencia, el sabio está llamado a asistir a los más necesitados tanto en el ámbito privado como en la esfera pública; él debe dar ejemplo constante, sobre todo de libertad en su propia vida.

2.1. LA HERENCIA DE LA ÉTICA SOCRÁTICA EN LA SABIDURÍA SEGÚN    SÉNECA, MONTAIGNE Y ROUSSEAU

Encuentro una similitud de fondo y un aire de familia en el carácter ético del concepto de sabiduría en autores como Séneca, Montaigne y Rousseau.

Para Séneca la sabiduría consiste en llevar al hombre a desarrollar una férrea capacidad moral, un carácter que le permita sobrellevar las situaciones más adversas de la vida. El sabio estoico aprende a estar satisfecho -casi diríamos contento- con lo que tiene, con lo que la Naturaleza le ha proporcionado para poder vivir; por ende, encuentra contentamiento en sí mismo, “se basta a sí mismo para vivir feliz, pero no para vivir. Para vivir le precisan muchas cosas, pero para vivir feliz solo le hace falta un alma sana y elevada que sepa desdeñar la fortuna”(3). Así, la felicidad del sabio consiste en contentarse con la parte que la Naturaleza le ha dado; la infelicidad, por el contrario, consiste en desear más y más, en no poner límite alguno a sus deseos. La felicidad se encuentra, pues, en el límite de los deseos una vez satisfechas las necesidades materiales y espirituales. Séneca aplica aquí el principio de medida o moderación en nuestras relaciones con las cosas. Resumiría este principio estoico afirmando que “el hombre tiene siempre lo que necesita y lo que no tiene no lo necesita”. Entonces, la noción del sufrimiento en la vida a causa de la no-satisfacción o insatisfacción de múltiples deseos pasará más tarde a formar parte de las tesis centrales del voluntarismo schopenhaueriano, cuya ética será deudora tanto de las ideas del filósofo cordobés como de aquellas del filósofo de Königsberg.

El sabio rechaza el mal y busca el perfeccionamiento de su vida mediante el ejercicio constante de todo género de virtudes: la justica, la prudencia, la templanza, la firmeza, etc. Sin embargo, el sabio estoico no es un ser humano insensible y tampoco busca la impasibilidad o imperturbabilidad absoluta de su alma. Muy alejada está la doctrina estoica de predicar un rígido ascetismo, aun cuando los que niegan valor a esta doctrina del alma hayan afirmado erróneamente lo contrario.

Por otra parte, el sabio estoico no pretende adquirir bienes exteriores para ensanchar su ego y dar pábulo a su soberbia, a sus deseos desmesurados. Su vida es frugal y sus deseos moderados. Casi al final de la Carta IX a Lucilio, Séneca cita las siguientes palabras de Epicuro: “Si alguien cree que lo que posee no es bastante, será un miserable aunque sea el dueño del mundo”.

Además, el sabio se entrega a sus propios pensamientos, se repliega en sí mismo (4), queda en compañía de sí mismo como su mejor y más fiel amigo. “Es un placer permanecer consigo mismo la mayor cantidad posible de tiempo, cuando nos hemos hechos dignos de gozar de nosotros mismos” (5). Sin embargo, Séneca no olvidará decirnos que la soledad es odiosa y la compañía deseable y desde su permanente concepción naturalista de la vida y las cosas, nos recordará que es la Naturaleza misma la que se encargará de acercar a los hombres entre sí por sus afinidades naturales y profundas. Séneca nos invita creer en una especie de Ley Natural de Afinidad Afectiva (6) entre los seres humanos, que hace que se conozcan y frecuenten entre sí, tarde o temprano, finalmente, quienes comparten sentimientos y pensamientos similares. Como ha observado Schopenhauer: “los hombres de la misma disposición se reúnen tan pronto como si se atrajesen magnéticamente: las almas hermanas se saludan desde lejos” (7).

Por lo anterior, se entiende que el sabio se baste a sí mismo para ser feliz, busca siempre el gran placer que procura para el alma una nueva amistad sincera y desinteresada. El sabio estoico se contenta, en efecto, solo consigo mismo; puede estar y vivir sin amigos, pero los desea en tanto animal social que establece vínculos afectivos con otros seres humanos. No carece realmente de amigos; tiene la capacidad de reemplazarlos y sufrir con paciencia la pérdida de un amigo querido. Para hacer amigos, citando a Hecatón, Séneca recuerda que si “quieres ser amado, ama”. Notemos que esta sentencia senequista tiene una gran semejanza con un pasaje bíblico que nos recuerda que no debemos hacer a otro lo que no queremos que nos hagan a nosotros. También nos sugiere el primer mandamiento cristiano: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. De estas similitudes doctrinarias podríamos aventurarnos a suponer una enorme influencia de la figura de Jesucristo –quien fue contemporáneo de Séneca y murió cuando éste último cumplía aproximadamente 37 años de edad- en la doctrina de los estoicos poscristianos durante la época del Imperio Romano bajo el mandato de Claudio y poco tiempo después de Nerón.

La filosofía de Montaigne persigue el ideal de la sabiduría socrática, aquella que consiste en preocuparse por el cuidado del alma, por el bien moral y no por necesidades secundarias como pueden ser el placer sensorial, la fama o el reconocimiento social, la belleza corporal, la riqueza material o el honor militar. Para él un conocimiento solo es útil y valioso en tanto que ayuda a vivir y morir mejor, es decir, solo si cumple su función moral para señalar cómo se debe vivir. “Si estudio -sostiene Montaigne- únicamente persigo la ciencia que trata del conocimiento de mí mismo, instruyéndome a vivir y morir bien”. En Montaigne la sabiduría se relaciona con la felicidad y la virtud. De ahí que el “vivir bien” se asocie en el filósofo francés en un gusto por vivir la vida, en un gozo vital sin excesos dañinos, por los placeres de toda índole. A diferencia del filósofo griego, el filósofo francés no se sacrificará por el valor comunitario de su polis o ciudad estado, por su pertenencia a un colectivo mayor que justifica y da sentido a su propia existencia, sino que, iniciado ya el progresivo giro hacia la interioridad subjetiva, Montaigne -así como más tarde Rousseau a su manera- buscará vivir su propia vida conforme le dicta su conciencia y buscará obedecer a su propio modo particular de ser y de vivir antes que apelar a un sentido colectivo y cultural que garantice su existencia individual.

Por otro lado, Para Rousseau la sabiduría también es concebida como la ciencia del saber vivir y de vivir conforme a principios morales. El tema fundamental de la reflexión rousseauniana, que le acompañó a lo largo de su vida y de su obra, es, sin duda, el de la moral. Esta es su única verdadera preocupación o, por decirlo con mayor precisión, su preocupación central. Su objetivo es preservar las buenas costumbres, evitando así la corrupción en la conducta de los hombres, fruto de las nuevas relaciones en sociedad, en una Europa ilustrada. Considera Rousseau que mientras más grande es una ciudad más posibilidades tiene el hombre de corromperse porque aumenta su necesidad artificial de distinguirse, comparando su talento con el de otros, y de buscar placeres inútiles en frívolos espectáculos que nos restan independencia y que solo nos alejan de nuestra verdadera naturaleza originaria.

Rousseau defiende por ello la frugalidad, porque ésta es mejor que la riqueza. La sencillez es garantía de mejores costumbres que el lujo y la ostentación, porque éstas estragan las costumbres naturales. Así, pues, Rousseau va a asociar frugalidad a vida austera o, mejor aún, a vida autosuficiente. Y esta vida autosuficiente se conforma con lo necesario y lo necesario es lo que está más próximo al hombre en su estado natural. Y es obvio que la vida rústica o rural, en el campo, está más próxima al estado originario de naturaleza que la vida sofisticada de la urbe, de la ciudad. De ahí su crítica a las grandes ciudades que él conocía como Londres y sobre todo Parías, y su admiración por su tierra natal, Ginebra, pequeña y apacible ciudad de costumbres sencillas y austeras.

Además, el pensador ginebrino entiende en su Discurso sobre las ciencias y las artes de 1750 a la virtud como “una ciencia de las almas simples”. En ese discurso, Rousseau defiende la nobleza, la sencillez, la ingenuidad, la inocencia. Pero, ¿qué personajes son inocentes? Los niños son inocentes, los hombres salvajes también lo son, las mujeres del campo; las mozas y los mozos en los bailes públicos participan de una alegría inocente. Ninguno de ellos ha sido dañado aún por las malas costumbres de las grandes ciudades, de la civilización. Su ser, por ende, está más cercano a su constitución humana primordial, originaria; todos ellos conservan intacta su bondad natural, su pureza de costumbres.

Como se ha visto entonces, tanto para Sócrates como para Séneca, Montaigne y Rousseau más adelante, la búsqueda de la verdad está impregnada de un impulso moral. No se pretende saber algo para ser poseedor de un conocimiento teórico privilegiado ni mucho menos para ostentar o vanagloriarse por el hecho de tenerlo, lo cual alimentaría solo un vacío o un orgullo intelectual, pero no podría proporcionar felicidad real, duradera y verdadera. Tanto para Séneca como para Montaigne y Rousseau, herederos de la sabiduría ética socrática, el autoconocimiento o conocimiento de uno mismo significa una garantía para legitimar cualquier otro conocimiento posible (por ejemplo: técnico, científico, práctico, instrumental, etc.) Bajo esta perspectiva solo un conocimiento que ayude a ser mejor persona, mejor ser humano, porque ayuda a aquilatar lo que interiormente nos realiza y constituye en profundidad, será un conocimiento realmente valioso. Solo si un conocimiento –cualquiera que sea– ayuda a saber cómo vivir mejor, será entonces un conocimiento realmente útil, digno de ser aprendido y aplicado en la vida.

2.2. AUTOCONOCIMIENTO, FELICIDAD Y VERDAD MORAL EN EL SABIO

El autoconocimiento está muchas veces asociado a otro concepto griego fundamental, el de autarquía que, a su vez, está vinculado con el ideal del sabio en el periodo helenístico. La autarquía no es otra cosa que “el gobierno de uno mismo”. Y si se gobierna a sí mismo el sabio eso significa que es verdaderamente libre, pues su libertad es interior y no depende de factores ajenos a ella que se le interpongan en el camino. Por ende, en el disfrute de su libertad interior, el sabio puede ser feliz porque no necesita de nada externo para llegar a serlo, aun cuando los bienes exteriores -como ya lo señalaba con claridad Aristóteles en su Ética a Nicómaco- pueden ayudarle a vivir con mayor comodidad desde un punto de vista material. La felicidad del sabio radica en una especie de lógica interior que se fundamenta en una coherencia ética. Puede llegar a ser feliz, y de hecho serlo, porque basa su felicidad en sí mismo y no en bienes externos, ajenos a su voluntad.

El sabio estoico se basta entonces a sí mismo para ser feliz, y lo es porque al estar en paz consigo mismo, en su fuero interno, al tener la verdad moral que proporciona una vida moderada y justa, no existe daño que, aunque le sobrevenga pueda realmente afectarle. Un sabio es “un hombre que, gracias a la interiorización de las Cuatro Virtudes, vive una alegría perpetua porque goza de tres excelencias: la grandeza de alma, la confianza en sí mismo y la seguridad respecto a las cosas del mundo” (8).

Aludiendo a esta verdad moral del sabio, Montaigne afirma que “la vía de la verdad es una y simple; la del provecho particular y la de la comodidad de los negocios que a cargo se tienen, doble, desigual y fortuita” (9). El sabio -agrega Montaigne- puede vivir contento estando solo consigo mismo incluso en la multitud de un palacio y, cuando sea posible, preferirá huir de la multitud (10).

Como ya hemos señalado, la sabiduría consiste para Montaigne en saber vivir y saber morir, también en vivir tranquilos y felices, no en acumular más conocimientos, como si se tratase simplemente de un asunto de erudición o de ser más culto porque uno ha leído más libros que otros. Asimismo, Rousseau critica el ideal ilustrado del saber enciclopédico que se basa en la acumulación de conocimientos carente de desarrollo personal. Por eso prefiere -como ya se ha afirmado- la vida natural y sencilla del campesino en el campo a la vida moderna, lujosa, artificial y sofisticada de la ciudad. El exceso de razón -considera- estraga las costumbres naturales y se aleja de la espontaneidad de los sentimientos del corazón. Rousseau nos propone por ello complementar la educación de la razón con la del corazón en un intento por desarrollar una visión holística, integral y multidimensional de la naturaleza humana.

Sin embargo, el uso de la razón sí es necesario, fundamental, aunque no sea suficiente por sí solo ni posea un valor absolutamente autónomo para vivir mejor. No olvidemos que en una concepción estoica de la sabiduría, la razón juega un rol protagónico. Esta es la facultad que permite organizar, regular, contener y morigerar las humanas pasiones que nos pueden conducir a cometer vicios, esto es, enfermedades del alma o malos hábitos, que afecten el equilibrio o armonía natural de nuestras acciones.

La razón estoica es una razón de índole naturalista que tiene su origen en el logos de Heráclito, en la razón griega que es al mismo tiempo fuego y medida de todas las cosas. En aquel “fuego que se alumbra según medida y se extingue según medida”. De ahí que el vivir y el morir con medida sea la suprema, la única ley para los estoicos. Vivir según la Naturaleza y morir también según ella constituye su máxima principal. La razón estoica es una razón que abarca toda la realidad existente, que lo contiene todo; una razón inherente a todas las cosas. Por eso Naturaleza, mundo y hombres participan de esta razón envolvente, que parece ser una reapropiación estoica de la idea de participación platónica. Todo lo existente obedece de esta manera a un orden racional, a una armonía cósmica, a un equilibrio universal.

Desde esta concepción estoica la razón es, pues, un remedio, una especie de ayuda parea soportar las adversidades de la vida, que los estoicos consideran en sí misma dura y llena de peligros y vicisitudes. Se acude entonces a la razón no como fuente de poder sino por necesidad; para poder vivir mejor. Es la razón del hombre menesteroso y mendicante, no la del hombre superior o el superhombre.

Por otra parte, la virtud, concebida como una disposición ética que nos permite vivir mejor en cuanto seres humanos, y no solo ni principalmente el conocimiento teórico, científico- técnico -como el que prima en nuestra época globalizada digital- es lo que realmente importa cultivar para que el sentido de una vida humana sea pleno, para que tenga verdadero valor humano. De esta manera, la virtud, entendida como justicia o moderación en el sabio, prevalece a la obligación y es éticamente superior; posee mayor fuerza moral, ya que el hábito de hacer lo que perfeccione interiormente a uno mismo y que lo constituye en esencia como su carácter, es de hecho mucho más importante que ser fiel al cumplimiento de una obligación, que manda externamente, frente a terceros. Es decir, si no se cuida el alma y persigue su perfeccionamiento interior de nada vale aparentar o fingir frente a terceros que nos preocupamos o que nos importan sus intereses; si no cuido mis propios y verdaderos intereses es falso simular que busco ser veraz y sincero ante los demás. Así, la obligación frente a terceros se funda, pues, en Montaigne, en la virtud concebida como la coherencia con uno mismo. Y, mutatis mutandis, esa parece ser la misma lógica que diferencia la conducta autónoma de la heterónoma, y que le permite a Kant fundar su ética de leyes morales universales y absolutas -casi tres siglos más tarde- en la primacía del imperativo categórico en los actos morales.

2.3. FORTUNA, FIRMEZA DE CÁRACTER Y ATARAXIA

La fortuna favorece o perjudica a veces la felicidad humana. Nadie puede evitar lo imprevisto o inesperado, que afecta a todos los hombres, incluso a los nobles y también, obviamente, al hombre sabio. Sin embargo, al sabio estoico lo protege de los golpes de una eventual fatalidad, su actitud serena ante la vida y sobre todo su virtud. Como afirma Séneca: "La fortuna no quita sino lo que dio; como no da la virtud, tampoco la quita" (11). Mientras la mayoría de los hombres ven alterada en demasía su razón por el influjo de sus pasiones, al sabio el predominio de su razón sobre sus pasiones hace que éste pueda mantener, esencialmente, intacto su juicio.

El ánimo del sabio estoico permanece imperturbable, pues ha cultivado dentro de sí la ataraxia, es decir, la imperturbabilidad, inmutabilidad, impasibilidad o tranquilidad del alma. Tendrán lugar los grandes acontecimientos y las múltiples circunstancias, a veces buenas y felices, otras veces negativas y tristes, pero su alma podrá permanecer incólume, no será esencialmente perturbada por todos ellos. El sabio siempre sabe mantenerse firme ante las adversidades. “La firmeza -señala Montaigne- debe aplicarse principalmente a soportar con ánimo los inconvenientes irremediables” (12). Por su parte, Rousseau estima que el verdadero sabio no es inmune a las pasiones, pero es el único que ha sabido -y en esto consiste su valor y grandeza- en una lucha sin cuartel, someterlas a todas, oponiéndoles sus contrarias, “así como el piloto adelanta con vientos contrarios” (13).

La ataraxia es, pues, la actitud que ha logrado desarrollar el sabio y que le permite afrontar exitosamente, salir airoso, de las distintas circunstancias de la vida. Su fortaleza de carácter le sirve como escudo protector existencial ante las adversidades. El sabio estoico sabe mantener el equilibrio, el orden en su vida; es capaz de ejercer un dominio sobre sus pasiones -que afectan a todos siempre, pero no de la misma manera, en la misma medida- y así no permite que su vida vaya al garete y convertirse en un títere de las mismas. Él sabe administrarlas o gestionarlas -como diríamos hoy según la jerga empresarial en boga- de la manera más oportuna y conveniente para la máxima salud, bienestar y felicidad de su propia alma. Sabe también afrontar con serenidad los reveses de fortuna y cualquier adversidad que es convertida por él en ocasión para fortalecer su propia alma. Porque como sostiene Séneca: “Has de conocer al piloto en la tempestad, al soldado en el combate. ¿Cómo puedo saber el ánimo que tengas al soportar la pobreza, si abundas en riquezas? ¿Cómo puedo saber la constancia que tengas ante la ignominia y el odio popular, si envejeces entre aplausos, si te sigue el favor del pueblo, irresistible y fácil por cierta inclinación de la mente?" (14). Las cosas difíciles, las circunstancias adversas, por ende, deben ser motivo para fortalecer el alma y cultivar así el coraje como virtud moral.

2.4. CONGRUENCIA MORAL Y TEMPLANZA

Otra forma en que se expresa una actitud sabia es la que corresponde a lo que puede entenderse como coherencia o congruencia moral entre la palabra y la acción, la unidad existencial entre la teoría y la práctica, al deber moral con uno mismo en las acciones de la vida cotidiana. En el mundo antiguo griego y helenístico no existía una separación real entre el pensamiento y la palabra. Así se atestigua en el caso del término griego logos que significa tanto (1) palabra (discurso, verbo) cuanto (2) pensamiento (razonamiento, argumento). Esta unidad triádica de palabra-pensamiento-acción supone una congruencia existencial en el núcleo ético interior del ser humano. Por esta razón, en el mundo griego antiguo, y también en el ideal humanista renacentista de Montaigne, así como en otros pensadores posteriores como Rousseau, Schopenhauer y Emerson, por ejemplo, prevalecía la integridad ética entendida como la coherencia existencial entre lo que uno dice, piensa y hace en las diferentes circunstancias y acciones de la vida diaria. En palabras de Séneca, “es deshonroso decir una cosa y sentir otra, ¡y mucho más aún escribir una cosa y sentir otra!” (15).

Como ya se ha dejado ver con bastante claridad en el pensamiento ético de Séneca y Rousseau, la templanza, moderación o frugalidad en las costumbres también es otra de las características esenciales de la vida del sabio, tal como consta en la vida de figuras históricas importantes como Jesús y Sócrates, que han servido de inspiración a muchos pensadores posteriores. Siendo honestos, la moderación o templanza ha sido una virtud asociada a la figura del sabio desde tiempos muy antiguos.

Platón ya consideraba estaba virtud en su República un requisito imprescindible en su programa de estudios para la educación del gobernante filósofo. En tiempos homéricos y en textos de la tragedia griega también es valorada la templanza como una cualidad esencial para la vida del sabio. También se constata así -como ya se ha expuesto- en Séneca, Montaigne y Rousseau, quienes tampoco se apartaron jamás de este ideal ético que considera que el término o justo medio -como lo consideraba Aristóteles- o la aurea mediocritas -como lo llamaba Horacio- es el comportamiento más adecuado en cualquier circunstancia de la vida.

3. EL SENTIDO DE LA MUERTE

3.1. LA MUERTE SEGÚN EL ESTOICISMO

Thánatos o teleuté en griego, mors en latín, morte en italiano, mort en francés, death en inglés y Tod en alemán, por ejemplo, es una palabra que a muchos aterra, a algunos no deja de preocupar en algún momento de la vida y que solo a muy pocos deja fríos, indiferentes, como si aceptaran por anticipado una suerte de destino final inexorable. Una palabra, un concepto con distintas denominaciones lingüísticas pero que designan, todas ellas, una sola y única realidad, tal vez la única verdad absolutamente segura para el hombre.

La muerte es la realidad última de todo ser vivo y, por ende, de todo ser humano. Todos los hombres se dirigen fatalmente hacia ella desde el mismo día en que nacieron viendo los primeros destellos de luz sobre sus ojos. La oscuridad se hizo luz al nacer, pero esta misma luz de vida no tiene otro destino que la anulación de las funciones vitales en una nueva oscuridad: la de la muerte. Sin embargo, ante la tétrica constatación de este hecho inexorable, no todo está perdido aún, porque incluso así al hombre le está dado -a no ser que su muerte sea anticipada y consecuencia de una circunstancia fortuita involuntaria- elegir libremente la mejor manera de morir. Pues, como sostiene Séneca: “la cosa mejor que ha hecho la ley eterna [Providencia] es que, habiéndonos dado una sola entrada a la vida, nos ha procurado miles de salidas” (16).

Uno se ve precisado entonces a elegir entre dos actitudes frente a lo inevitable: el temor ante la muerte, propia del hombre común y corriente, que no asume su real condición humana, inserta en la contingencia y la finitud; y la falta de temor ante la muerte, propia del sabio estoico que acepta su natural y mortal destino.

3.2. UNA MUERTE DIGNA O LA POSIBILIDAD DEL SUICIDIO

Más importante que meramente vivir, actividad común a todos los seres vivientes en general, es saber morir. Por eso no podría haber una vida humana plena sin una muerte digna. A diferencia de los demás seres vivos, el ser humano sí puede decidir cuándo, cómo y por qué morir, aunque, ciertamente, sus creencias religiosas (por ejemplo, en el cristianismo) puedan ofrecerle motivos suficientes para seguir viviendo en contra de su propia voluntad o deseo o incluso soportando dolor y sufrimientos innecesarios.

Con esto no se pretende afirmar, de ningún modo, que los seres humanos busquen su propia muerte como si quisieran eliminarse ellos mismos al menor inconveniente o problema. Los seres vivos buscan naturalmente vivir todo el tiempo que sea posible; está inscrito en su propia condición biológica. Aquí nos referimos a un tema cultural y a un acto consciente y voluntario del que un ser humano sí puede responsabilizarse y decidir así no solo sobre el sentido de su vida sino también sobre el fin o término de la misma: la muerte.

El sabio, sostiene Séneca, no vivirá tanto como sea posible sino tanto como deba: él considera dónde tiene que vivir, con quién, qué cosas debe realizar. Siempre piensa en la calidad, no en la cantidad de la vida; si le acaecen cosas molestas que enturbian su tranquilidad, es él quien sale de la vida sin vacilar y quien debe dilucidar con diligencia si ha de acabar o no con su vida. No teme que la muerte signifique para él un gran daño. “Morir más pronto o más tarde no tiene importancia; lo que sí la tiene es vivir bien o mal, y es, ciertamente, morir bien huir del peligro de vivir mal” (17). En consecuencia, solo una muerte digna puede garantizar que la vida de una persona ha valido la pena, que la existencia humana logra su fin último de la mejor manera posible para un ser humano: racional y libremente.

Nos queda entonces vivir la vida dignamente y cumplir con nuestro deber, que consiste únicamente en aceptar en la vida nuestro destino y, ya al final de nuestros días, poder morir con la tranquilidad propia del sabio. Resignarnos ante la muerte es, pues, para los estoicos, transformar la ética en estética y hacer de la elegancia una virtud hasta la muerte. El caso de la muerte de Séneca es, a todas luces, ilustrativo al respecto. Este filósofo romano murió resignándose ante la muerte, ante el poder humano, ante el poder político de Nerón, discípulo del filósofo no por voluntad propia sino por imposición de Agripina, la madre del emperador. La muerte de Séneca es la muerte del suicida que no quiere ni siquiera parecerlo. No muere sino que se reintegra, se esfuerza a sí mismo para no alterar el orden de las cosas, el rostro inmutable de la naturaleza. La muerte, por lo tanto, de algún modo es entendida como un regreso liberador -de los azares de la fortuna- al equilibrio primigenio total, a la armonía universal del cosmos.

3.3. EL MENOSPRECIO A LA MUERTE

Es insensato, irracional temer a la muerte, pues en realidad estamos muriendo continuamente, a cada instante. Como afirma Séneca, con una retórica límpida, la vida se nos va “gota a gota” (18). Sin embargo, ¿es posible dejar de sentir miedo ante la muerte? Los antiguos estoicos contestarían con un sí categórico. Pero si esto es cierto, ¿cómo podemos dejar de temerla? Esta pregunta -nos diría un estoico- no está bien formulada y se expresa mejor de esta manera: ¿Qué justifica el temor a la muerte? o, también, ¿existe una razón suficiente para que tengamos miedo de la muerte? Para los estoicos tener miedo a la muerte es algo racionalmente absurdo porque “la muerte no nos afecta en nada, pues si la tememos es porque vivimos y la muerte no está ahí; y, si la muerte ha llegado, no estamos ya para saberlo” (19).

La doctrina moral estoica enseñará a los hombres cómo alcanzar la madurez intelectual y moral necesarias para afrontar dignamente y sin temor alguno el fantasma que perturba continuamente la mente: la muerte. Se preocupará por lograr una marcha serena y segura hacia la muerte; nos enseñará cómo es que debemos morir.

Pero, ¿por qué tenemos miedo a la muerte? Si es una idea que proviene de un falso juicio,

¿cómo es que esta idea se apodera de nuestra mente y puede ser fuente de continuo temor, preocupación o desesperación? ¿Es que acaso nuestros temores son infundados? No del todo, dirá Séneca, pero, en todo caso, no hemos comprendido lo que significa realmente la muerte.

Ahora bien, según Elorduy (20), el temor a la muerte puede fundarse principalmente en cuatro motivos:

a) En la repugnancia natural a la disolución (el retorno a la naturaleza) por el miedo que nos produce dejar todos los bienes que hemos alcanzado en vida y privarnos de otros grandes bienes. Tenemos perder lo que hemos adquirido con nuestro esfuerzo, es decir, nos apegamos fuertemente a los bienes mundanos.

b) En el desconocimiento de lo que nos aguarda después de la muerte. Lo que comúnmente conocemos, de manera muy general, como el miedo a lo extraño y desconocido.

c) En el terror que causan las tinieblas (tenebrae), la oscuridad profunda, absoluta y eterna que envuelve a la muerte.

d) En la impresión espantosa que nos causan los suplicios infernales descritos con viveza y en detalle por varios poetas antiguos. Recordemos por ejemplo la descripción que da Homero del Hades como “reino de las sombras”.

Séneca insistirá en que lo que causa temor en la muerte no es la muerte misma sino el pensar en ella (21). Por esta razón es preciso atacar el enemigo desde su propio lugar de origen. Así, pues, para lograr vencer el miedo a la muerte uno tiene que hacer uso de algo que nos pertenece a todos los seres humanos en cuenta tales, es decir, tiene que recurrir - como ya lo hemos mencionado anteriormente- a la razón como medio o mejor dicho remedio para lograr una seguridad absoluta frente al hecho inevitable de la muerte.

El estoicismo quiere demostrar que la razón, teniendo el gobierno absoluto sobre nuestras pasiones y sensaciones, juzga que el primer error consiste en considerar a la muerte como algo temible. El temor a la muerte no es algo inevitable, como sí lo es el hecho mismo de la muerte. Y como el hombre sí es capaz de suprimir sus afectos y pasiones, está obligado a juzgar de manera racional. Así lo exige la doctrina moral estoica. El temor a la muerte no está racionalmente justificado y, por lo tanto, un verdadero estoico jamás mostrará tener miedo ante la muerte.

Según los estoicos, una vez que hayamos comprendido racionalmente en qué consiste el pretendido temor a la muerte, habremos dejado completamente de tenerlo. Porque dicho temor no consiste, en el fondo, más que en un falso juicio que realiza nuestra razón cuando se encuentra debilitada. Una vez llegada ésta ya no habrá obstáculos que superar pues la hostilidad del mundo habrá llegado a su fin.

Reflexionemos más detenidamente sobre el asunto. Llegado el momento de la muerte no habrá ya nada qué echar de menos, nada que hacer, pues simplemente no habrá vida que vivir, ni tampoco -felizmente- que sufrir. La doctrina moral estoica quiere así recordarnos que de lo único que se trata en la vida es de vivir virtuosamente y como la muerte es algo inevitable, busca prepararnos diariamente para afrontar debidamente esta última prueba. La vida, considerada así, implica pues una meditación permanente sobre la inexorabilidad de la muerte como medio de autoliberación interior. Por eso Séneca le dice al caro Lucilio: “medita sobre la muerte; que equivale a mandar meditar de la libertad” (22).

Como es un hecho, una realidad inexorable que dejaremos de ser en algún momento de nuestra existencia, no tiene sentido aferrarnos a la vida, porque lo que importa no es meramente vivir, sino “vivir bien”. Y es precisamente esta posibilidad humana de “vivir bien” lo que le otorga un sentido auténtico a la vida, como analizaremos luego en el último apartado sobre el sentido de la vida.

Tampoco hay que apurarse y adelantar la muerte antes de tiempo fabricando falsos temores en torno a ella. Es de mozos temer cosas leves y de niños temer cosas falsas. Aconseja el sabio estoico abandonar el alma de niño y disponerse a morir como un verdadero varón. Uno debe preparar la vida para la muerte porque desde el día en que nacimos caminamos hacia ella, somos -en expresión heideggeriana- seres para la muerte. Ésta es la única certeza de nuestra condición finita y contingente, la única seguridad que podemos tener en vida. Por ello, la muerte puede ser vista también como un refugio seguro. Es una empresa grande vencer a alguien en una disputa, pero es algo todavía mucho más grande vencer a la muerte. Lo más terrible no es, pues, la muerte misma sino el temor a la muerte; porque siendo ésta un fenómeno humano natural e inexorable, es una exageración, un acto irracional temerla como si fuera algo malo en sí mismo, cuando en realidad no estamos en condiciones de saberlo.

Sin embargo, como escribe Séneca: “Aun cuando la razón nos persuada que hemos de poner fin a nuestra vida, no hemos de tomar ímpetu temerariamente, de golpe. El hombre sabio y fuerte no tiene que huir de la vida, sino [que] sabe salir de ella” (23). El filósofo cordobés le aconseja a su amigo Lucilio, a quien se ha propuesto iniciar en los preceptos de la escuela estoica a través de sus numerosas cartas, evitar una terrible pasión que ha seducido a muchos: el afán de morir, esa inclinación desordenada hacia la muerte que ha dominado tanto a varones incorruptibles como a los hombres cobardes.

4. EL SENTIDO DE LA VIDA

4.1. TIEMPO LIBRE PARA LA REALIZACIÓN DE UNO MISMO

El ocio que promovían los antiguos filósofos griegos como parte fundamental de la vida intelectual es indispensable para disfrutar de un tiempo oportuno para leer, culturizarse, aprender, para cultivarse interiormente, no solo para adquirir bienes materiales, consumir productos, trabajar sin descanso para ganar más dinero para gastar y consumir más sin cesar. El sabio sabe cómo escapar de este círculo vicioso de la esclavitud humana para vivir en el contexto de un círculo virtuoso de la liberación y realización personal que le permite disfrutar a cada momento de lo que hace, porque hace lo que realmente quiere como ser humano, lo que hace florecer sus talentos naturales. En este círculo virtuoso el ser humano no es engranaje más de una inmensa maquinaria impersonal que pone en movimiento la sociedad moderna, sino un ser humano único, valioso, irrepetible, original, capaz de crear, de pensar, de sentir sin vergüenza ni prejuicios, de expresarse con libertad, sin miedos ni apegos nocivos.

4.2. LIBERTAD INTERIOR Y CRECIMIENTO ESPIRITUAL

Lo que otorga verdadero sentido a la vida humana es saber vivirla. Y solo puede saber vivirla quien, de hecho, se esfuerza por vivirla bien. Pero, ¿cómo se logra eso?, ¿qué puedo hacer para vivir así? ¿qué debo hacer? Para ello es necesario lograr vivir en libertad, con moderación, evitando los excesos, y, sobre todo, practicando la virtud en todo momento. La virtud, bien esencial del sabio, está en él mismo y por eso no puede perderla y nada ni nadie puede arrebatársela. La libertad, así como la virtud, es resultado del esfuerzo humano, de la actividad moral. El alma del sabio es libre porque es dueña de sí; no admite factores externos que la condicionen o limiten. De lo anterior se sigue que la felicidad para el sabio consista en el cultivo de la virtud, pues este es el camino o vía por el que logra su liberación interior y, por ende, su mayor crecimiento espiritual como ser humano.

Y este nivel de desarrollo evolutivo es necesario si es que apreciamos vivir no solo en un mundo con gente inteligente sino con gente buena, pacífica en la que podamos confiar, ser solidarios y colaborar en proyectos de mayor crecimiento espiritual mutuo en beneficio de la sociedad en su conjunto. Si es que aborrecemos la guerra, el crimen, la corrupción, la delincuencia, la discriminación en cualquiera de sus formas y somos amantes de la paz y el amor entre los seres humanos como formas de crecimiento espiritual auténtico, no tenemos otra opción que depositar nuestra confianza en el poder de la razón filosófica para cultivar una actitud sabia ante la vida y sabia ante la muerte, como su culminación inexorable y natural, como posibilidad de asumir responsablemente cada uno de nuestros actos.

5. CONCLUSIONES FINALES

Existe una innegable herencia socrática en el concepto de sabiduría que comparten pensadores como Séneca, Montaigne, Rousseau, entre varios otros más.

La sabiduría se puede entender como la ciencia del saber vivir y saber morir que está íntimamente relacionada con los conceptos de virtud y felicidad que se articulan mediante la importancia que tiene el conocimiento racional, complementado con el rol de los sentimientos, como sostiene explícitamente Rousseau.

El sabio estoico posee varias cualidades morales entre las que destacan su sentido de independencia o autonomía (autarquía), su actitud alegre y serena (ataraxia) ante la vida, su integridad o coherencia moral en sus actos cotidianos, la moderación de sus costumbres, la firmeza de su carácter, su capacidad para sobreponerse a los golpes de la fortuna, entre otros.

La muerte es una condición humana inexorable, una certeza existencial, que no debe ser temida sino afrontada con valor y serenidad, ya que el ser humano es el único ser vivo capaz de decidir sobre cómo y cuándo poner fin a su vida en caso de ser necesario, para evitar un sufrimiento inútil o porque libre y responsablemente considera que carece de sentido prolongar su vida por más tiempo.

La vida se realiza en la dimensión temporal, por lo cual el tiempo que uno se concede a sí mismo con libertad permite que podamos realizarnos en cuanto seres humanos. Por eso, no parece posible llegar a ser verdaderamente felices y hacer significativo y valioso el conjunto de nuestra vida solo desde una visión extrínseca predominantemente materialista, cuantitativa o instrumentalista.

Por último, el sentido de la vida no puede entenderse sin conceptos éticos clave como son la felicidad, la virtud y templanza, porque éstos permiten no solo el desarrollo corporal, físico o material sino fundamentalmente un crecimiento espiritual que haga que todo el potencial humano pueda desplegarse sin cortapisas.

Carabayllo, 2 de noviembre de 2021

NOTAS

1. En adelante esta obra de Séneca será citada simplemente como CML.

2. CML, Carta XXIV.

3. CML, Carta IX.

4. Se ensimisma, afirmará mucho más tarde, a mediados del siglo XX, José Ortega y Gasset.

5. CML, Carta LVIII.

6. No parece fortuito que Goethe se refiera diecisiete siglos después, en pleno romanticismo alemán, a las “afinidades electivas”, basándose en los descubrimientos de la química moderna de su época en un sentido similar al del estoicismo.

7. El arte de bien vivir, Buenos Aires: Editorial Central, 1957, p. 155.

8. Veyne, Paul. Séneca y el estoicismo. México: FCE, 1995, p.120.

9. Ensayos, Libro III, cap. I

10. Ensayos, Libro I, cap. XXXVIII.

11. De la constancia del sabio, V, 4.

12. Ensayos, Libro I, cap. XII.

13. Las confesiones. Estudio preliminar de Jorge Zalamea. México: Conaculta, 1998, p. 257.

14. De la Providencia.

15. CML, Carta XXIV.

16. CML, Carta LXX.

17. CML, Carta LXX.

18. Ibidem.

19. VEYNE, Paul. Op. Cit., p. 67.

20. ELORDUY, Eleuterio. El estoicismo. Madrid: Gredos, 1972, p. 155. Cf. CML, Carta 82.

21. Cf. CML, Carta XXX.

22. CML, Carta XXVI.

23. CML, XXIV.


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