EL PASE DE UN MUNDO A OTRO MUNDO
Víctor Samuel Rivera, Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM) y Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
Correo-e: victorsamrivera@gmail.com
Resumen: Ensayo de hermenéutica filosófica sobre la experiencia social en situaciones de cambio constitucional, que se interpretan como pases o traslados de un mundo de significaciones a otro. Se hace una analogía de la experiencia del origen del Perú independiente con escenas clásicas de filmografía de diverso género, unidas en la trama de un visitante, invitado o intruso que es remitido o dejado pasar a un mundo donde los criterios y expectativas sociales de acción cambian, generándose diversas situaciones de significado ontológico relativamente a la situación de incertidumbre y la posible impertinencia de las consecuencias generadas. Para estimular la analogía hermenéutica se hace recurso a películas como The Party, The Planet of the Apes, Eyes wide shut, The Russian Ark, Como quien no quiere la cosa, entre otras. Se deja la analogía en sus aspectos históricos y morales al lector a través de Hipólito Unanue como personaje de referencia en el tiempo.
Palabras clave: cambio constitucional, esencia alterada, Independencias Hispanoamericanas, filosofía política, screwball comedy
INDEPENDENCE DAY
THE PASS FROM ONE WORLD TO ANOTHER WORLD
Abstract: Essay of philosophical hermeneutics on social experience in situations of constitutional change, which are interpreted as passes or transfers from one world of meanings to another. An analogy is made of the experience of the origin of independent Peru as classic scenes of screwball comedy and other kind of filmography, united in the plot of a visitor, guest or intruder who is referred or allowed to pass into a world where the criteria and social expectations of action change, generating various situations of ontological meaning relative to the situation of uncertainty and the possible impertinence of the consequences generated. To stimulate the hermeneutical analogy, recourse is made to films such as The Party, The Planet of the Apes, Eyes wide shut, The Russian Ark, Como quien no quiere la cosa (Alvaro Velarde, 2013), among others. The analogy in its historical and moral aspects is left to the reader through Hipólito Unanue as a character of reference in time.
Keywords: Altered essence, constitutional change, Hispanic American Independence, political philosophy, screwball comedy
I
En 1796 Hipólito Unanue presentó la Relación de gobierno del Excmo Señor Virrey del Perú Frey Don Francisco Gil de Taboada y Lemos. Se trata de una descripción general del régimen administrativo del Reino del Perú tal y como era con los datos para ese año. No con frecuencia se dice que se trata también a la vez de una descripción de cómo funciona el régimen político, pero de aceptar esto último, es a modo de una suerte de puesta por escrito del estado del Perú considerado como una monarquía: su población, sus regiones geográficas, su producción económica, comercio, religión, etc. Unanue, este pensador político del que tanto podría decirse de sus obras, llegó a vivir hasta 1833 y murió tranquilamente en su casa de campo; para entonces, el país se hallaba en una guerra civil permanente que se conoce en el recuerdo social del Perú como “el primer caudillismo”, una especie de caos interminable de facciones tipificado como tal según vocabulario del historiador Jorge Basadre.
Hipólito Unanue fue posiblemente el más grande sabio de finales de la era borbónica en el Perú, y sirvió en calidad de asesor de gobierno para los últimos virreyes legítimos. Bajo el gobierno del fraile Gil de Taboada, Virrey, escribió el primer ensayo sobre el Perú pensado como un Estado con una cierta identidad política dentro del régimen imperial de la Monarquía española; este mismo ensayo sirve también de introducción para la Relación de gobierno de 1796. En 1820, como funcionario del Virrey Joaquín de la Pezuela, intentó llegar a un arreglo político con las tropas de la Junta de Buenos Aires; con resultados infructuosos, como podrá haber notado el lector. El 4 de agosto del año siguiente sería nombrado ministro de Hacienda del reino por parte de José de San Martín, que ya había ocupado su capital y declarado la independencia de la monarquía peruana, bajo el régimen del Protectorado; Unanue se desempeñó en el cargo de ministro hasta la proclamación de la primera república, en setiembre de 1822, un artilugio con la que la Asamblea constituyente pudo librarse de San Martín y de su poco apreciado ideólogo Bernardo de Monteagudo.
Desatada la guerra civil, hizo Unanue una pausa. La antigua capital, ahora por las tropas de la Gran Colombia, se estableció poco después en el Perú bajo el régimen de una dictadura, al que sirvió entonces Unanue con esmero, como varios otros peruanos ilustres hasta el más bien triste final de este régimen a inicios de 1827. Una vez restablecida la primera república, Unanue se dedicaría el resto de su vida a la hacienda de San Juan de Arona, en el valle de Cañete, al sur de Lima.
Hipólito Unanue, este hombre cuya experiencia como funcionario y cuyas ideas sobre el Perú se hallan atadas al servicio de los reyes Carlos y Fernando, atravesaría por la aventura histórica de la revolución, la guerra y el estado del Perú independiente, del que se despediría al fracasar la forma política de una dictadura, convencido muy posiblemente de que sus labores en el campo agrario eran más importantes a partir de 1827 que cualquier otra cosa alternativa que pudiera ocurrírsele hacer. Este texto que sigue intentará ser una reflexión sobre qué pudo o no pudo sentir el mismo Unanue en el periodo entre 1796 y 1826, desde que se intentó definir el Perú para el Virrey de Taboada y el alejamiento definitivo de la vida pública en 1827. Se trata de que hubo alguien, un ser humano, largamente un experto en administración pública, pero también pensador político y filósofo, que pasó, por así decirlo, de un mundo que era el suyo, hábil y detalladamente descrito en 1796, a unos mundos nuevos, que se sucedían en su vida como pliegues tras pliegues que, ciertamente Unanue, aun estando dentro de ellos, no estaba en capacidad ya más de describir. Ignoramos que por deseo propio o bien por lo que a José de San Martín se le daba en llamar (muy correctamente) “las circunstancias”, es decir, lo que venía aconteciendo para Unanue y su mundo, ser y dejar de ser o no ser, había dejado un día de ser algo descriptible. El que firma sugiere leer el Sermón por la muerte de Agustín Gamarra en la batalla de Ingavi, de 1842, para buscar las reflexiones vivas de otro personaje en unas “circunstancias”, si cabe, análogas: Bartolomé Herrera.
Trataremos de hacer un esfuerzo por explorar en nuestra imaginación conceptual los posibles episodios de una mente grandiosa que viaja en una historia que, siendo la suya, es también la de un hombre sustraído de su mundo. Ser sustraído puede ser de muchos modos y queremos tratar de ellos sin ocuparnos de asuntos históricos, sociales ni morales; esto debido a que estos rubros así esbozados se hallan muy lejos de ser posibles de describir, estando más del lado de la opinión que de la verdad. Es una buena posición, en cambio, tratar de ellos por la vía siguiente: por la analogía. El lector deberá hacer analogía entre situaciones que iremos abordando y las posibilidades en la(s) experiencia(s) que Hipólito Unanue, filósofo político, apologeta y servidor del mundo en el cual destacó como un sabio y prohombre, podría haber tenido al ver su mundo cada vez desde uno, y otro, y otro mundo nuevos que se le aparecían sin él mismo cambiar, de tal manera que, cuando se restableció la primera república en 1827, sintió mayor lograda su existencia final encerrándose hasta la muerte en su hacienda de San Juan de Arona. Corre a cargo del lector elegir una analogía moral, política o histórica, según le sugieran las fuentes que siguen. No se añade aquí razonamientos morales, ni de política ni de historia, sino un pensamiento analógico de todo esto a la vez con un dispositivo que haremos notar más adelante.
II
Los episodios del paso de la monarquía a la república han caducado, ya que tienen dos siglos, como la muerte de Napoleón o el regreso al trono del rey Fernando, o la proclamación de Agustín I como Emperador de México, todos hechos trascendentes de la historia del Occidente hace 200 años. La experiencia de pasar de un mundo a otro, en cambio, que por tan lejana remitida hacia 1796-1827 uno pudiera creer no deberíamos tener, es algo que aún tenemos, no digamos cada elección democrática, que es cosa frecuente, o cada golpe de Estado, real o posible, bendecido o no por agentes corruptos, que en cada noticiero mañanero pensáramos seriamente de qué clase de mundo hemos venido, en qué mundo estamos o a dónde, qué clase de mundo es donde vamos o de donde somos desalojados. No hay todos los días un emperador nuevo, o un gran conquistador muerto, o se restaura el régimen pasado, pero en cambio tenemos la experiencia de que la vida es muy intensa por motivos políticos y no por motivos vulgares. Si no es desde la moral, la política o la historia, pensar esta experiencia de pasar en este escenario no parece un ejercicio inútil, aunque lo moral, político o histórico deban quedar a cargo del lector. Vayamos ahora a una reflexión algo más tediosa, que el autor promete aligerar más adelante con entretenidas alusiones a comedias y otras experiencias de pasaje que habrán de serle más o menos familiares a los amantes de la cinematografía de los Estados Unidos, nuestros padres fundadores en varios sentidos, incluso en el cinematográfico.
Y ahora sea permitido filosofar un poco.
La creencia cierta es sin duda uno de los presupuestos de toda relación social. Creer se dice de muchas maneras, pero lo que llamamos aquí creencia cierta está relacionado con quién se supone que uno es y, por lo mismo, con qué se espera que uno haga o no haga. Hacer o no hacer es llevar adelante un curso de acción, lo que sin duda es algo personal. Pero un curso de acción cualquiera presupone que el que en cada caso decide hacer esto más bien que esto otro toma una decisión sobre la expectativa más general de un conjunto de creencias respecto de cómo es el mundo; algunas de estas creencias son bastante específicas, como que una esquina de la Calle Serrano empalma con la Calle de la Amargura y que, en una mirada de norte a sur, se verá al final la iglesia de la recoleta dominica, con su modesta cúpula, tan hispanoamericana, tras de la cual, del otro lado de la muralla, hay unos árboles y una brisa tibia realzada hacia el blanco rumor de los chibillos. Y es que en las cosas se encierra la inteligencia de saber o no hacer acertadamente, y pensar qué hacer, qué curso de acción, si adelante o atrás, la creencia cierta hace el rol de rectora. La creencia cierta no se refiere solo a la descripción de objetos, sino y más especialmente a la de otros con cuyas expectativas contamos y que son nuestra relación social.
Tenemos creencias ciertas de tal modo que son como principios, vale decir, que no se nos ocurre ponerlos en cuestión. Si alguien dudara de esto habría que remitirlo al libro On Certainty, que es un desarrollo sobre el tema de si tenemos o no acceso cierto a la realidad, impreso por vez primera en 1969. Ludwig Wittgenstein, quizá el más grande de todos los filósofos austro-húngaros, comprendía ya al redactar ese ensayo que las creencias/ principios no eran asuntos meramente mentales sino más bien sociales, que determinan unos límites más bien permeables, pero no infinitos, de personas con quienes esos principios hacen sentido; dentro de la frontera que ellos trazan, fronteras más de sentido que de territorio, rige la creencia cierta. Aunque Wittgenstein posiblemente no pensó en esto (como sí lo hizo Thomas Kuhn antes de que On Certainty fuese impresa), la creencia cierta puede evolucionar a lo largo del tiempo y, por sus límites permeables, incluye o excluye de manera que no existe algo así como una forma completamente reglamentada para que funcione y rija; más bien, como pensaba Aristóteles respecto a la inteligencia práctica, esa forma, antes que una regla, es como una capacidad desarrollada en la experiencia. En principio, no dudamos de esa misma capacidad cuando la usamos, aunque sea nuestra, y actuamos además bajo la suposición de que es así lo mismo para todos aquellos que nos hallamos en la relación social, grupo o comunidad donde la creencia es considerada cierta.
Las creencias o conjunto(s) de creencias dan sentido a nuestras acciones en un cierto límite de pertenencia, de lo que somos o no somos, sea una patria, una comunidad religiosa, partícipes de una cierta historia, herederos de un patrimonio. Dentro del límite permeable hay un cierto régimen para lo que uno es; la definición de ese régimen se resuelve con lo que es esperado tanto por nosotros mismos como por los demás hacer o no hacer; la relación social o comunitaria espera siempre y en cada instante que se haga ya sea una acción tal u otra, pues una relación es tal solo si puede ser descrita en lo que hacemos: esto le corresponde a la comunidad tal y tal (con la frontera permeable no territorial de tal y tal), que ante esto respondería haciendo esto o lo otro; nosotros nos situamos allí como ejecutores de lo que en cada caso nos toca y que sin embargo no podemos decir ni es necesario que lo hagamos.
Debe decírsele al lector que se aburre de todo lo que estamos escribiendo que estas reflexiones tan abstractas carecerían de importancia si no fuera porque algunas veces la creencia cierta puede no ser tan cierta, que los límites parecen algo más permeables de lo que uno espera que sean y que, por lo mismo, ni uno está ya tan seguro de qué hacer ni, por supuesto, puede decir con certeza que sabe lo que realmente él mismo u otros están haciendo (podrían estar haciendo algo sin querer); tampoco puede ser tan valiente de asegurar sobre una base indiciaria qué han hecho o piensan o pueden hacer los demás en este lo que considera su límite de pertenencia, que comienza ahora a parecerle algo sospechoso. En cierto momento, lo que en cada caso nos toca debe ser dicho; es necesario que lo digamos, incluso para nosotros mismos. Cuando se goza de la creencia cierta afirmar lo que se hace es solo parte de la descripción de quién uno es.
Cuando la creencia cierta no es tan cierta ocurren escenarios relativos a saber y, más bien, a no saber: uno que ya no tiene (sería mejor decir que no se encuentra en) la creencia cierta tiene problemas para reconocer en qué consiste la relación comunitaria de la que su conducta más básica dependía en sus principios y que, por lo mismo, se halla en estado de incertidumbre frente al conjunto de ellas, al que pertenece ahora de otra manera; no puede estar ya más seguro, por tanto, de su identidad y, por lo mismo, va a poner en juicio (o va a estar fuera de sus quicios) respecto de qué se espera o no se espera que él mismo haga o no haga y, por lo mismo, pondrá en juicio también los posibles cursos de acción que antes alentaba la creencia, tanto suyos y ajenos; el conjunto de principios de acción pasan por una especie de sacudida.
La brisa de los cambios puede ocurrir a veces de manera violenta, pero a veces también de manera más precaria, sin un barullo tan grande; sin que la Universidad de Lima suspenda sus exámenes de grado y sin que las procesiones de los santos por las calles de cada semana se detengan, sin que se atoren a partir de ahora bruscamente los coches de los nobles en la esquina de la Calle del Teatro con Castelbravo o se detengan los procesos pendientes en la Audiencia; las corridas de toros en nombre del rey Fernando pueden no ser para nada afectadas, continuando intactos sus carteles de toreros peruanos y peninsulares. Es razonable pensar que, con el paso del tiempo, el margen de lo que no se sabe y, por lo mismo, el reconocimiento de qué hacer o no y qué se espera que uno deba hacer en su grupo, margen ahora un poco más incierto que antes, puede más o menos reducirse hasta parecer o llegar a ser de nuevo lo que hemos llamado al inicio una creencia cierta. En el mundo social la creencia cierta es al modo de la constitución de un cierto grupo Tal o Tal: contiene lo que se requiere para que este grupo siga siendo Tal; el cambio de creencia, su paso de ser una creencia cierta sobre que Tal a no serlo, es al modo de una alteración constitucional. La constitución no desaparece, no se extingue y simplemente es reemplazada, como tienden a creer, tristemente por lo demás, los abogados. La constitución, esa de la que trató el texto de 1796, permanece alterada en la incertidumbre de los agentes que le pertenecen salvo, quizá como única excepción, de que los propios del Reino de que Tal, por ejemplo, hubieran sido exterminados.
Este texto ha sido diseñado para plantear los márgenes de qué va con una creencia cierta en la experiencia de su transformación: cuando pasa de la constitución del reino de Tal a otro reino o un régimen político inusualmente novedoso. Haciendo una metáfora espacial, una creencia cierta muy afectada por factores de incertidumbre es como un pase de mundo, como un viaje de un mundo a otro mundo. Sin que sea esto un reconocimiento de otra cosa que de un cambio. El tema central aquí es qué ocurre cuando se pasa de una cierta relación comunitaria a otra que debe ser muy distinta; si uno pertenece a un club deportivo y este cambia de propietarios o de locación; si uno pasa de estar contratado por el equipo Tal a ser vendida la locación al equipo de otro Tal y uno debe por ejemplo jugar contra ese equipo, o en el mismo campeonato. Esto puede suceder de un modo muy radical, como cuando un cierto reino de Tal es ocupado militarmente por otro reino Tal, que lo ha invadido, o bien la dinastía se ha agotado y ya no tiene descendencia, y el reino pasa al control de la otra dinastía Tal.
La constitución de que Tal es, en realidad, la esencia de que Tal. Bajo esta premisa, que un mundo acontezca como un mundo otro en un agente, implica que ese agente, que seguirá siendo el mismo, deba ser alterado en su ser de alguna manera, algo que en otra parte he llamado una esencia alterada: no es que permanezca la persona o un concepto de ese tipo relativo a un individuo, como Hipólito Unanue podría serlo, sino que es algo más: en el saber hacer del que pasa, del agente, no es difícil percibir que va aún el mundo al que ese agente se ha adscrito, que se arrastran los límites permeables del mundo de donde el agente procede y constituyen su saber qué hacer, algo así como los restos de la creencia cierta de su mundo; algo sin embargo es diferente, sin que pueda razonablemente decirse qué es; los límites permeables de la constitución anterior se extienden con los agentes que le pertenecen al mundo donde se ha pasado, solo que de manera alterada por las exigencias de acción nuevas y lo que se espera hacer o no hacer en las también nuevas condiciones de lo que se espera hacer o no hacer.
Un pueblo ocupa el territorio de Tal, configurando el ambiente de un mundo Tal, que es su propio mundo, pero debe huir un día ante los bárbaros regidos por el general de Tal, que no dudará en exterminar a quienes no tengan el valor de salir. Pero a veces el grupo simplemente es asimilado u ocupado o llega a un acuerdo, etc. En estas situaciones mucho de lo que es sin duda cierto y mandatorio será sacudido por una cierta incertidumbre, la misma que hará muy difícil y complicada la vida ordinaria de la que uno ya no podrá excusarse como un problema, como podría dar fe el sabio Unanue. El mundo se hará difícil y el saber insuficiente. Al vizconde de San Donás le fue muy mal. Al marqués de Torre-Tagle no le fue mucho mejor, aunque su familia pudo ser rescatada en los Castillo Reales del Callao. El obispo de Arequipa terminó décadas después de la muerte de Unanue ocupando la sede metropolitana de Lima; el obispo del Cuzco, en cambio, vivió el resto de su vida en reclusión, encerrado de manera domiciliaria, despojado de sus fueros y sin que se supiera de sus, indudablemente ciertos en el mundo nuevo, atroces y aborrecibles delitos. Unanue falleció en su hacienda, haciendo sus propias cosas.
III
Toco el timbre y me abren la puerta. Sé que hay una fiesta allí, que posiblemente haya algunos conocidos dentro y que quizá nadie sea mi amigo en sentido estricto allí dentro. Nadie me ha invitado; no tengo una certeza muy estable sobre si cruzaré o no cruzaré el umbral y tengo serias dudas respecto de qué ocurrirá o no ocurrirá dentro de la fiesta. Llevo en la mano una botella de vino; vestido en un traje aceptable, más bien elegante, como de calle, espero en la puerta. Al abrirse los batientes recojo contra mi pecho el sombrero y trago un suspiro hondo y nervioso. Y luego sucede un milagro. Una persona que jamás he visto me atiende y me dice que cuelgue mi sombrero en el perchero; luego me pregunta de parte de quién vengo, asumiendo desde siempre que soy amigo del dueño y de Tal y Tal y Tal, y le doy el nombre de otro Tal. Una vez cruzado el umbral, me llevan al bar para elegir mi trago de preferencia, y la gente me saluda como si hubiese yo nacido en esa fiesta, como si la fiesta fuese el lugar donde realmente pertenezco y el lugar donde esperé con el sombreo puesto y la botella en la mano fuese una situación ajena y anómala de la que ciertamente la fiesta me había ya sustraído. Y de pronto todos me reconocen y ponen sus rasgos más delicados y amables, las sonrisas más rosadas y perfectas, y los que no lo hacen por un cierto cubileteo prudente cuchichean culpables como si se les hubiera olvidado de qué fiesta anterior nos hemos ya tratado. Y así, sin querer, en unos cuantos minutos, estoy plenamente integrado en una fiesta de conocidos desconocidos, donde todos me conocen y me aman desmedidamente, reparando a cada momento y de modo insistente el error de no poder reconocerme, reconociéndome.
Esta especie de comedia que se viene de contar configura un prototipo de experiencia de aparecer y hacerse en un cierto mundo, lograr o no lograr algo en ese mismo mundo al que uno pertenece originalmente por apelación, y quizá por un deseo algo mórbido de ir allí donde uno no corresponde, pero bajo la suposición subtendida de que hay algo valioso en hacerle trampa a las invitaciones que uno recibe en una suerte de error cómplice.
Quizá el lector recuerde el célebre film de Blake Edwards The Party, con Peter Sellers, estrenado en 1968. En ella el personaje central es un bastante idiota actor de cine hindú que sueña con ingresar como extra en la industria del cine de Hollywood, fracasando una y otra vez en el intento; este actor tonto y desubicado es singularmente un hombre solitario, sin amigos, pareja emocional ni familia (que asumimos reside anónimamente en la India de los años 1960) y su hogar, a todas luces una habitación precaria es, literalmente, como no vivir en ninguna parte. El personaje deseaba estar en las películas de los Estados Unidos, que es como un modo de ser aceptado, al menos en imagen, en el mundo de los aceptados plenamente, esto posiblemente bajo la idea de que estar en el cine de la India (lo cual era su realidad cotidiana, por así decirlo, su mundo) era como estar excluido en lo que al mundo de los cines respecta. El deseo de Hrundi V. Bakshi era pasar de alguna manera del cine de su pueblo, del oficio de cine que le era propio y real, y en el que posiblemente era un personaje como no muy exitoso, a algo como el verdadero cine, al cine de verdad, que a la misma vez era, sin embargo, una forma cinematográfica de ser, donde ser era más bien estar allí representando algo en cierto sentido impostado, e incluso falso; era pasar de un status que constituía su propia identidad en tanto actor hindú a jugar un rol que no era de su identidad como un no actor americano actor en el cine americano.
Invitado o intruso. Al inicio el personaje escenifica uno de sus fracasos, filmar una escena en una película donde las tropas inglesas someten exitosamente a los rebeldes hindúes que, en su papel, terminan siendo exitosos gracias a una suma disruptiva de disparates y payasadas que Bakshi hace. Un buen día ocurre un milagro. A Bakshi le llega por error una invitación para asistir a la fiesta del dueño de la compañía de cine de Hollywood y, de buenas a primeras se aparece, así, ni siquiera vestido con propiedad, en la fiesta. Se deja como encargo al lector repasar en esta clave el argumento de la película, un verdadero monumento al problema del otro y la alteridad humana, su acceso a ser como uno sin llegar jamás lograr ser exitoso y, lo más interesante quizá de todo, la salida tras la experiencia de ese ingreso. El personaje, luego de haberse reafirmado como un intruso, pero ya no desde fuera del mundo del cine, sino desde dentro, sale feliz. La fiesta ha terminado, pero el hindú estúpido ha hecho la mejor película que pudiera soñarse no filmar, sino experimentar, algo como ya no más vivir en la India, ya no más alojarse en un hotel escueto y efímero, ya no más tener un nombre impronunciable, como Hrundi V. Bakshi pudiera bien serlo. Al final de la fiesta ya no se era más la misma persona. Estuvo incluido y al final resulta ser un excluido incluido. Fue muy afortunado traducir al español The Party por “La fiesta inolvidable”.
Lo que es interesante y deseamos rescatar aquí es la idea del pase a la fiesta. En el pase uno es invitado, pero Bakshi no estaba realmente invitado, sino que era un como invitado. Es decir, tenía la agenda de alguien invitado, pero sin pertenecer al grupo de los que por ahora provisionalmente podremos llamar “los invitados genuinos”. Es interesante que Bakshi deseara ir a la fiesta; su pase de invitación era verdadero, pero su condición en la fiesta es de un como invitado, es decir, un intruso. El propio Bakshi, ciertamente, tenía la creencia de estar invitado en lugar de ser un intruso; se hallaba así en la situación anómala de haber atravesado un límite sin saber que lo había hecho y actuar dentro, sin duda, bajo la convicción de que era abarcado en los límites de la fiesta.
No es posible seguir adelante sin hacer esta observación. Los aficionados al cine recuerdan el tipo de películas cómicas sobre roles y personajes intrusos, tan raras en este siglo presente, que son conocidas como screwball comedy. En gran medida The Party es una película heredera del screwball, aunque se trata más de un guión de gags, donde en una situación única con toda clase de situaciones de saber qué hacer donde todo sale como en otro mundo. Como se sabe, éstas florecieron y fueron el encanto de los aficionados al cine durante la época de la Gran Depresión y se puede señalar su auge durante la década de 1934 a 1944, pasando al olvido después de la Segunda Guerra Mundial, en que la gente americana cambió de temperamento y dejó de estar tan triste de vivir en su propio mundo; dejó de necesitar viajes pagados a otro mundo, por así decirlo. Los inocentes y empobrecidos norteamericanos cayeron a inicios de la década de 1930 en una especie de India económica de 1960, y no había nada tan triste como vivir en el mundo de verdad, lleno de escenas que requerían de ser evadidas por los ánimos más fuertes. La forma más sencilla era ir a un lugar a reírse viendo confusiones de personajes en que había como un concierto de malentendidos y cambios de roles; insinuaciones de acciones que se aceptaba en el cine, donde eran irreales, pero no en la realidad, donde eran inaceptables. Muy especialmente Midnight, de 1939, o bien Easy living, de 1937, son buenos ejemplos de este tipo de cine.
(Midnight, en español, Medianoche, es una película del género screwball con la bastante famosa actriz Claudette Colbert y dirigida por Mitchell Leisen, con un guión compartido de Billy Wilder y Charles Brackett donde, en efecto, una mujer se aparece en una fiesta donde no había sido invitada, lo cual desencadena toda una serie de situaciones extrañas de roles tránsfugas y retos para, por así decirlo, pasarlo de invitado, esto como el objetivo principal. Esto del tránsito entre identidades, pasar de ser uno a ser como otro, ya en calidad de invitado o sus variantes, lo cual es también como un tráfico entre mundos, terminaría siendo una especialidad en las tramas en la carrera cinematográfica de Wilder. Quizá el lector deba tener esta brevísima anotación sobre Midnight de los márgenes entre ser invitado y ser intruso, que es aquí el tema de oscilar entre uno y otro mundo, y que es singularmente más enriquecedora como una experiencia si se afana en dar sentido a lo que aquí lee transportándolo a la película; de allí, ganaría, haría una ganancia, para usar mal una frase de Hans-Georg Gadamer, en comparar esta situación con la de los grandes de Lima en la gran aventura de ser invitados, intrusos, o las variantes de ambos y sus inversas y alteradas cuando el Perú pasó, no de una constitución a una forma alterada de la misma, o simplemente a otro, sino a una secuencia entera. Haga la analogía en la experiencia desde la más bien plácida era del Virrey de Taboada, con sus científicos, viajeros y literatos hasta el mes de enero de 1827.
Se sugiere al lector hacer la analogía anterior y extenderla desde los tranquilos tiempos del Virrey fraile, en todos los escenarios posibles de la esencia alterada, que si no es historiador quizá no conozca, pero puede imaginar, a su propia experiencia de ver la realidad social hoy como algo que nunca parece ser subtendido por algo que llamamos más arriba una creencia cierta. En el guión de Midnight se halla esta frase célebre de Eve Peabody, el personaje que interpreta Claudette Colbert: “A toda Cenicienta le llega su medianoche”).
El lector se puede preguntar lícitamente qué hace aquí la reflexión sobre la screwball comedy, que es básicamente una comedia romántica, de lo cual no queda gran cosa en la historia de Bakshi. The Party, técnicamente, es más propiedad una comedia slapstick, es decir, una comedia de payasadas, un tipo de comedia americana anterior al screwball, aunque las payasadas de Bakshi son como el desarrollo, la náusea de un cuadro principal donde el eje narrativo es ser un agente invitado que no sabe qué hacer, o un agente para hacer que tiene más un no saber que un saber. Cito esto porque en este género de comedia americana screwball siempre hay un personaje que cumple el prototipo que tratamos de ejemplificar al inicio, con la historia tan cinematográfica del hombre zampado a la fiesta dejando su sombrero y su abrigo.
Hay alguien, podemos llamarlo, un agente (en razón de que actúa y hace algo) que pertenece a un mundo y que, sin embargo, por algún extraño motivo, debe o desea transportarse de un mundo a otro mundo; en el primero este agente es propiamente lo que él es; allí le toca hacer tal y tal, como ser el padre de una familia, un millonario, un noble o un deportista calificado, o un broadcaster, un funcionario real o un sabio; o bien simplemente cruzar la Calle del Arzobispo, hacer una cola para acomodarse en el Café de Bodegones, darle unas órdenes al cochero o mirar los gallinazos negros y cansados del cielo de Lima en el horizonte del cerro de San Cristóbal, a una cierta hora después del trabajo con el telescopio. Pero hay otro mundo, es decir, una cierta realidad humana (que podría no ser tan humana, como veremos) donde al mismo agente no le toca hacer nada; allí no es padre de familia, ni deportista calificado ni broadcaster, ni mira con su telescopio sobre el altillo de algún mirador de Lima ni cruza a pie la Calle del Arzobispo, etc. y donde, o bien no le toca nada o bien (eso es más correcto decir), siendo él aún un agente posible, pues podría hacer algo, no le toca nada qué hacer que pueda decirse esperado, esto o lo otro, nada específico que sea como su tarea ordinaria, por así decirlo. Es como un actor sin libreto o con el libreto para una película distinta, incluso un actor que tiene el libreto dañado, hecho raras tiras ajinronadas, o bien lo sabe de memoria, pero improvisa ante la falla del soporte. Es como un capaz de actuar que sin embargo carece de la agenda del agente.
Bakshi, característicamente, no tenía el libreto para la fiesta, que es lo que hace a The Party una comedia tan graciosa. La película de Blake Edwards es un conjunto de gags, unas situaciones graciosas que giran en torno a un gran chiste, más antiguo y más imposible: Bakshi en la fiesta.
En nuestro primer ejemplo el agente, singularmente, termina siendo alojado por un traslado, que antes hemos llamado pase, sin que interesen mucho por ahora los motivos de ese traslado. Pasar es interesante aquí en tanto hunde a quien osa hacerlo en la situación de haber perdido la idea de qué hacer, hasta cierto punto, puesto que el pase implica, junto con la incertidumbre de no saber, el saber concomitante de que se está realmente en el otro mundo, esto junto con la exigencia de comportarse a la altura, por así decirlo. Que al agente trasladado no sepa que le toca algo qué hacer no significa que, una vez recibido el pase, una vez entregado el sombrero y el abrigo, deje de hacer cosas en ese mundo al cual ha accedido; al contrario, se trata de que la condición de ser agente es más bien un factor necesario para haberse trasladado de mundo y de que, por lo mismo, se le exige que actúe, aunque sea sin saber, una vez atravesado el umbral gracias al pase; está por descontado y no es malo insistir, el que pasa puede tener una idea algo bastante confusa de qué se espera de él allí dentro. Lo que ocurre es que la agencia del agente consiste en no saber qué hacer en el mundo acontecido donde se halla de pronto al pasar adentro.
Un agente, que es alguien que se define por lo que hace, que siga haciendo, pero que sea incierto qué hacer o no hacer es del nudo de nuestro interés. Uno podría sospechar que el agente es independiente de ser lo que era y puede seguir haciendo, solo que como otro, y a la vez como el mismo, cuando sabía qué hacer bajo su condición de agente.
IV
A la situación de pase donde se atraviesa la puerta, por así decirlo, la vamos a llamar la instalación de alguien en el mundo de Tal; es instalación en el sentido de acomodarse de alguna manera, como quitarse el sombrero y colgar el abrigo, o hacer ademanes que se ve hacer a los invitados de la fiesta. Esa instalación es, por así decirlo, bilateral, pues el mundo mismo donde incurre quien obtuvo el pase, como sea que lo haya logrado tener, debe adaptarse también a la singularidad del que es incorporado, con alguna consideración especial que es inevitable tener o no tener, siendo que no tener esa consideración es también una forma de instalar al visitante. Recuerde el lector lo que le sucede tristemente al personaje central de Eyes wide shut de Stanley Kubrick (1999). Bill va confundido en una noche anómala, todo lo cual ocurre, por más ocurrencias raras que tenga, en su propio mundo, del que de alguna manera está algo harto, esto hasta que su amigo el pianista Nick Nightingale le ofrece el pase para el otro mundo, un mundo que ni siquiera es deseado, pero que se cubre de una cierta aura justamente por ser un mundo distinto al de cualquier noche fascinante dentro de la aburrida y rutinaria vida de Bill; ese mundo es el mundo de los masones. Bill, ya con el pase disponible, interpreta que basta con la clave de acceso, considerando con poco cuidado que ya no van a bastar dentro de la fiesta a la que ingresará como intruso, en el otro mundo, sus capacidades esperadas de agente (ser el esposo de tal, trabajar en la empresa tal, etc.); no observa (o no parece darse cuenta) de que ser intruso y usar el pase sin ser realmente invitado lleva parejas unas ciertas exigencias cuasi-morales que los otros podrán eventualmente reclamar bajo su propio código de cómo ordenar a los intrusos.
Nightingale se halla ahora dentro de la gran casa, donde habrá de tocar un concierto con los ojos vendados, pues el propio pianista se halla en ese mundo de la casa como un no invitado, aunque, curiosamente, el pianista no es tampoco un intruso. Bill llega en la mitad de la noche a la puerta del local de los masones y obtiene el pase luego de dar al portero la clave: “Fidelio”. Llega a la fiesta, toca la puerta, deja su abrigo en el perchero… Aunque no se ve en el film, quizá antes de eso detiene la vista en unos gallinazos tristes. Volvamos a la historia de Bill en la fiesta.
Bill se acomoda en la fiesta de los masones lo mejor que puede, pero los dueños de la fiesta, al incorporarlo, tienen una forma alterada de darle consideración; lo reciben como si fuera un invitado, le exhiben con naturalidad lo que es la tarea ordinaria del invitado, mostrando cómo se cumple los compromisos allí implícitos de un invitado real, aunque el auditorio sabe todo el tiempo que se hace esto teniéndose él mismo como intruso, de tal modo que a la misma vez que es acogido y Bill discurre en la fiesta, el valor del pase Fidelio se va agotando. La instalación de Bill se completa cuando se le hace saber que, aunque se halla en la fiesta en calidad de (invitado), un invitado por así decirlo, un como invitado que pudo pasar y de hecho lo hizo, el pase que lo hizo pasar había sido siempre en calidad no de invitado, sino en la modalidad interesante de un invitado que es a la misma vez intruso. Entre las opciones de una violación sexual en masa y la muerte, que es lo que toca a los intrusos en la fiesta de los masones, pero no necesariamente a los invitados/ intrusos con el pase, Bill al final es dejado regresar a su mundo con un pase de salida, por así decirlo. Es posible la figura de quien ni es invitado ni intruso; tiene el problema del pase y, a la misma vez, pasa sin el pase.
Se permita ahora darle un pase aquí a un paréntesis algo extenso.
V
(Se recuerde que el ingreso para ser instalado en otro mundo de un intruso no es siempre con un pase, clave, llave oculta o sustitución de identidad; puede ser no de invitado/intruso, sino de una manera inversa, como intruso/ invitado. Uno que hubiese osado ingresar a la fiesta por la ventana, o por el garaje, o con un sigilo cínico sin hablar y entremezclado con otros intrusos por la puerta de los sirvientes, como se recuerda ocurre en el personaje central de The Russian Ark, de Alexander Sokurov, que se estrenó en Canadá en 2002. Es la gran fiesta del Emperador en el Palacio de Invierno de San Petersburgo, fiesta de 1913; el conde de Custine desea colarse, para lo que la cámara lo orienta al arquetipo del acceso de todos los intrusos: la puerta falsa; la música grandiosa del baile para 800 invitados resuena desde el umbral entre los trastos de los diversos empleados en el subsuelo del palacio, por donde el conde ingresa con otros hábiles intrusos, unos militares, sus acompañantes, unas para nada refinadas mujeres de la calle, en medio de una oscuridad donde habitan los personajes densos del palacio, los que jamás bailarían en la fiesta y que, sin embargo, la subtienden con su presencia subterránea en calidad de los subordinados y trabajadores.
Custine desea ir a la fiesta a la que no ha sido invitado, con lo que difiere del Bakshi de The Party. El conde se ha zampado en la fiesta. A diferencia del Bill de Eyes wide shut, Custine no conoce la clave: Fidelio. Si bien en términos razonables, en términos estrictamente de pertenencia social, Bakshi nunca podría haber sido invitado a la fiesta con un pase, no era del todo imposible ser invitado a la fiesta del dueño de la empresa de cine: Bakshi era actor, bueno o malo, o más bien pésimo actor aunque actor al fin; Bakshi estaba en el rubro de actividades fílmicas del dueño de la casa y residía en Hollywood, como este, sin que su precariedad allí tuviera importancia a efectos de una posible invitación, como no lo era sin duda su rostro hindú y su vestimenta fuera de lugar y sus modales desconocidos. El conde Custine era mucho más radicalmente diverso que Bakshi, pues su carácter otro viene de una lejanía más lejana. En relación con su fiesta, lo único que une a Bakshi con Custine es el afán, el deseo de tener parte en la fiesta, de querer entrar y ser incluido en este mundo ajeno en lugar de estar en el mundo que le es propio. El europeo, a diferencia del hindú, no era invitado ni podría serlo, ya que su mundo de procedencia era otro en un sentido muy especial: el conde es “el europeo”, y parece provenir de la Europa de las revoluciones del XIX, con un aire de rostro y peinado que no es difícil imaginar haciendo familia con el famoso retrato de 1821 del conde Joseph de Maistre, aunque tiene algo del vizconde de Chateaubriand y otro poco del vizconde de Bonald, que son los tres como casi lo mismo, la vieja Europa que sufría el dolor de las revoluciones.
¿Recuerda el lector que el conde de Maistre compuso unas Veladas de San Petersburgo donde él mismo era el personaje “el conde”, conversando con un noble a la vista del Palacio del Zar? Es difícil no asociar (para quien está enterado de esto y se atreve a confesarlo) al amigo francoparlante del emperador con el conde europeo de la película de Sokurov que transita fantasmagóricamente tratando de convencer a Rusia de que siga siendo ella misma. Si no es el mismo Custine, De Maistre es quizá otro fantasma que recorre navegante el mismo palacio, haciendo una vida otra. Ingresó al palacio en calidad de embajador del Rey de Piamonte-Cerdeña, aunque representó su papel de manera algo ambivalente, ganándose la desconfianza de los clérigos rusos, que lo veían con toda razón como a un intruso trabajando para aumentar el poder del Papa, y luego algo de la del Zar de Rusia, quizá por el mismo motivo, viendo su poder como algo más imponente para su mundo que el de cualquier patriarca. En todo caso, todos algo perplejos con el diplomático francés, representante de una diminuta y cuasi miniatura monarquía italiana, ocioso e inútil de oficio haciendo la farsa del gran hombre en la corte grande del vencedor de la guerra contra el Anticristo. Custine es la Europa que desea su mejor futuro en el siglo XIX para llegar, aunque sea sin pase, ya que en el futuro del pasado, a la fiesta maravillosa de 1913. Un siglo antes, en guerra contra Napoleón; al año siguiente, esa misma Europa sería destruida y Europa lo sabía. Y entonces cesarían todas las fiestas y, en cierto sentido, también todos los condes y vizcondes, que pasarían a engrosar, atravesando la cocina, camino del baile para la nobleza, la lista europea de los invitados fantasma.
El conde: un invitado intruso sin invitación, un no invitado que es intruso sin desear serlo, que para llegar a la fiesta deseada debe, después de atravesar las miserias de los sirvientes acompañado de una cuadrilla de intrusos de la baja clase, allí donde no habría uno que le pidiera el pase de ingreso, hacer antes un largo recorrido por una interminable galería sin reposo, donde no se precisa fecha ni régimen político, sino un sueño: el lugar de los espectros, la casa antigua de todos los fantasmas, nunca invitados, pero tampoco nunca allí intrusos. Ingresa el invitado fantasma, se instala fantasmalmente y, en determinado momento: un umbral. Nicolás II y la zarina Alexandra no ven, no quieren ver ni reclaman el pase. El conde Custine accede, al final, a la fiesta. Cuando esta termina, el conde decide quedarse allí, como fantasma, como un invitado intruso, en calidad de jamás invitado ni intruso en el viaje sin fin del Arca rusa; se halla raptado en una situación en que no hay más pases; note el lector que no hay tampoco tiempo. Custine es un intruso fantasma y pasa, por lo mismo como si fuera invitado, es decir, pasa. El emperador nunca logrará verlo (como en efecto sucede en la película, pues Nicolás II nunca logra percibirlo a pesar de tenerlo al lado) y, mientras esté como invitado, ser intruso hará del europeo que se halle en el palacio estar como en su casa.
Es inevitable pensar aquí en Hipólito Unanue en 1827. Llega el mes de enero y las tropas de Colombia son desalojadas de su cetro republicano; la Constitución vitalicia es abolida. Unanue renuncia a toda idea de asesorar o regir el mundo nuevo, que sabe o tal vez ignora si es su mundo propio, se aparta de la idea de un rey o un dictador como rey, que habría sido un como rey invitado y perpetuo para la república, navegando ahora Unanue fantasmal dentro de su palacio en Cañete, administrando la hacienda de su hacienda, como un espectro a la vez que como un invitado, un poco como intruso en su propia casa: el invitado intruso que era el conde Custine. El conde, recuerde el lector, no es invitado, pero dentro no resulta tampoco un como intruso, que era el caso de Bakshi o Bill. Custine, el De Maistre en Rusia, es una forma anómala de intruso, el intruso fantasma, aunque también es un invitado fantasma. Estar como en la casa, en el otro mundo como el mundo propio, aunque sin que sea claro decir ahora qué sería el mundo propiamente para un invitado fantasma).
VI
Volvamos ahora a la línea principal. En las comedias americanas el pase puede ser y de hecho a veces es una acción voluntaria, donde no es que uno “se pasa” al otro lado, sino que hace como que “se pasa” al otro lado, como en la screwball comedy; lo mismo que Bill en Eyes wide shut. Pero es una singularidad entonces que las ocurrencias y la aventura de la comedia subsiguiente (cuando es una comedia) son siempre involuntarias, y son como las anomalías de haber ingresado a una fiesta donde uno singularmente no ha sido invitado (y entra de manera accidental, o fuerza la entrada, o uno simplemente se cuela como intruso). Bakshi deseaba ir a la fiesta, pero no como un intruso, sino como un invitado, carente como era en su idiotez del sentido de que era quién era, de su mundo y, por lo tanto, ignorante de su incapacidad para ser invitado al mundo donde era intruso. Es interesante pensar en una situación análoga en la que alguno, por el motivo que fuere, deseara el pase o traslado para ser instalado en otra esfera sin dejar de ser quien es (como en la screwball comedy) y, a la misma vez, ser como el otro que no es para pasar, para lo cual es necesario fingir (o sea, ser un agente como, como un agente que no se es) y, en ese su fingimiento, que es un modo alterado de ser agente, crear anomalías o padecerlas y a la vez actuar como alguien normal, que no experimentara ninguna anomalía y que no finge realmente en la esfera en la que es, ciertamente, un intruso.
En la screwball comedy sucedía que había personajes con los que no acontecía que estaban en situación de pase, sino más bien que planeaban un pase, al modo de una incursión, como quien visitase un museo o un local comercial, para hacer una suerte de paréntesis entre el mundo que resulta ser el suyo y le es propio, allí donde es agente y se halla allí como una suerte de agente en suspenso, un no realmente agente pero en posición de agente falto de toda certidumbre para actuar. Es un modo interesante, que supone que la identidad del agente no cambia cuando el traslado de mundo es algo deliberado o pensado. Sea permitido ahora un paréntesis sobre el más interesante screwball que Unanue, fantasmalmente, podría quizá ver (o no ver) en su casa de San Juan de Arona como el conde la fiesta del Emperador en San Petersburgo de 1913.
(Esta última reflexión es especialmente valiosa y metafísicamente muy sugestiva. En el año de 2013 el director peruano de cine Álvaro Velarde estrenó en Corea, en el Festival de Fusan, que es como el Festival de Cannes de otra época, antes de la dominación del pensamiento único y donde solo se estimaba el arte y no la ideología de las obras de arte, así, como quien no quiere la cosa, una película; la obra de Álvaro Velarde, se debe anotar, fue a este mundo de Fusan en calidad de invitada; la cinta tuvo algo así como un pase de invitación. No ingresó con un pase usurpado, o errado, o por la puerta del servicio. La de Velarde es de las películas más raras que el cine peruano haya jamás inventado, siendo la rareza un bien preciado algunas veces, ciertamente. Como es el caso en toda screwball comedy, se trata en el desarrollo de la trama de muchas cosas relativas al amor de un chico con una chica y quizá de un señor con una señora, y quizá de una señora con un joven, pero nos interesa el carácter de screwball comedy de la cinta de Velarde no por ser una comedia romántica, sino por ser una comedia de confusiones y cambios de roles entre los personajes, lo que comporta algunas deliciosas notas de metafísica en esto del paso de un mundo a otro mundo.
En medio de unas historias románticas el auditorio puede distinguir claramente una suerte de topología de pertenencia, sostenida por unos límites permeables que se pliegan, despliegan o repliegan en relación con los agentes. Unos mundos (dos mundos) se cruzan y se trasgreden, con unos agentes cada uno que incursiona, pide el pase, asecha fantasmal o simplemente se zampa y son todos por ello a la vez intrusos/ invitados, invitados/ intrusos, y hasta intrusos/ intruso fantasmales que se invaden, travisten y superponen, de tal modo que ocurre algo extraordinariamente insólito en nuestra reflexión: los agentes de cada uno de ambos mundos configuran un mundo tercero, un mundo que no es ninguno de los dos mundos cruzados sino otro diferente: el mundo de la película misma; es en este mismísimo mundo tercero donde finalmente los agentes de la película se encuentran que no saben qué hacer o no hacer, dándose allí, en el descubrimiento del no saber, el punto más alto de intensidad de la comedia. De pronto los personajes pierden la referencia del pase original y representan un cuadro revolucionario: los agentes deciden invadirse y suplantarse violentamente, como rompiendo el pase, y pasando sin embargo como invitados violentos, que es una de las modalidades más fascinantes de ser intruso, pues se es invitado también solo que por el uso de la fuerza. Esto ocurre Como quien no quiere la cosa, que es el título original de este film.
Érase una vez un hotel en una playa que no es Máncora, donde solía ir a surfear algunas veces el filósofo Richard Rorty, que aquí tiene réplica en el impecablemente guapo actor Bruno Ascenzo. El hotel es configurado como un mundo a través de ciertos cursos de acción esperados de los agentes, todos curiosamente no sus miembros o ciudadanos, sino sus alojados, es decir, definidos por ser esencialmente unos invitados del hotel, invitados porque su presencia es manifiestamente bienvenida y deseada. Su pase es el dinero de la mesada para los económicamente agobiados propietarios. Los cursos de acción que definen ese ámbito formado por el hotel en la playa como un mundo (y no solo como la playa de otro mundo al que los invitados pertenecieran, por ejemplo) son específicos de ese mundo y, aunque claramente bastante anómalos, establecen lo que antes hemos denominado unos límites permeables, que configuran una frontera móvil y no territorial de los allí alojados que son, por lo mismo y por ello, sus miembros (y, por lo mismo, sus no miembros, y también la plaza para posibles reemplazos por otros duplicados, el lugar para generosas ampliaciones de camas de hotel): alcanzan su identidad de pertenencia (quiénes son y qué hacen o deben hacer allí) bajo la inteligencia de su compromiso como agentes (esto, naturalmente, en el contexto de este guión tan apreciable no solo para el cine, sino para la metafísica).
Y es que los calificados de personajes, cada uno perteneciente a un mundo propio que les otorga identidad personal en tanto alojados del hotel. Se recuerda a los ricos frívolos turistas americanos en algo como la playa de Máncora, pero no en Máncora; a unos como burdos tragaldabas flotantes y a una señora francesa que es como la esposa que De Maistre dejó abandonada al ir a Rusia con el Zar, etc.; conforme avanza la trama, y como quien no quiere la cosa, aparece el fantasma de ese mundo, su réplica: el otro mundo, la fuente de los agentes que harán de invasores. En este otro mundo se encuentran los límites permeables de lo que podemos llamar la forma intrusa del mundo de los invitados: unos personajes de otro mundo que se hacen intrusos en el anterior, pero éstos, a diferencia de los intrusos de diverso tipo de los que hemos dado curso de lección antes, al revisar escenas de pase en otras películas, camuflan aquí su intrusividad replicando a los agentes del mundo invadido, que aparecen luego como réplicas atenuadas de sí mismos y, por lo mismo, haciendo los intrusos de su no saber el saber de los invitados. No es que haya agentes particulares que obtengan un pase de su mundo al otro mundo, sino que es literalmente el mundo entero replicado, que es otro mundo completo y habitado por agentes propios, que va por avanzadillas ocupando el hotel a lo largo de la cinta.
El hotel tiene su vista desde un faro, allí alcanzan los límites no territoriales del mundo del hotel. Más allá no hay nada. Y ese faro, como ya imagina el lector, estaba habitado por una serie de agentes que son esencialmente no invitados; esto es marcado porque aparecen como personajes/ monstruo: son contrahechos, deformes, diminutos y horribles de un modo en que no admiten comparación con la señora Maistre. Es una peculiaridad. Estos personajes/ monstruo no solo son no están invitados, sino que son no invitables para esta o ninguna fiesta; son como los no invitados por definición y, si dentro de la fiesta, unos necesariamente por definición intrusos, los naturalmente no invitados ni jamás invitables. Estos personajes, en tanto agentes de un mundo, solo se relacionan con el otro mundo como posibles (indeseables) intrusos. Descubren que, sin embargo, hay un pase para ellos, así que son unos monstruos no invitados que pueden, sin embargo, acceder. Su clave no es “Fidelio”, ciertamente, sino el dinero de la renta por habitación que los dueños del hotel necesitan. Y es así como se hacen invitar siendo monstruos y, como una gran magia, con alagunos billetes, van sustituyendo a los americanos frívolos, y a los obesos gigantes y a la señora De Maistre.
Como quien no quiere la cosa fue estrenada propiamente con una temporada en Lima en el verano de 2020, aunque antes participó humildemente en una muestra Internacional de Cine de Lima, lo cual no puede ser considerado estreno serio para una película tan metafísica y cómica. En 2020 se hubo de cambiar por título a La cosa. Y aunque por el momento no hay modo de acceder a ella en grabación, que sepa quien esto redacta, en cambio ha recorrido el mundo de la exhibición cinematográfica con gran éxito en varios reinos. Alabada en Corea, participó del Tromsø International Film Festival, que se celebra en el Reino de Noruega; por su parte, el Reino de Australia acogió el film en una muestra de cine latinoamericano; el Reino del Canadá incluyó a Como quien no quiere la cosa en el Shart International Comedy Film Festival; también tuvo la película de Velarde una buena crítica en una muestra de cine de América Latina que fue realizada en el Reino de la Nueva Zelanda. Taiwán, que es como un reino independiente, pues aun la dinastía Xi de China no controla esa isla, le dio un lugar honorable en el Festival Taipei International Film. Hasta la República Francesa, país atípico en esta lista de reconocimientos y auditorios, presentó la cinta en 2014, en el Festival de Cine Peruano en París, esto último imagino a pesar de la mirada ni invitada ni intrusa del fantasma de todos los condes y vizcondes viajeros en los palacios del tiempo.
Los condes y vizcondes fantasmales, de haber tenido pase en Fusan, no habrán sabido qué hacer al ver retratada su situación en unos burgueses norteamericanos o en unos gordos y ballenianos tragaldabas, unos deformes monstruos que pagan su cama de hotel, o en la esposa del conde De Maistre, pasada siempre de moda y deliciosamente tan francesa que parece de afiche, esto lo mismo haya sido esta mujer ya la verdadera esposa que el conde dejó en el abandono, ya la posible intrusa que no abandonó, o ambas a la vez o no las mismas sino cada una simulando la otra, todo bajo el escudo visual de la existencia fantasma de su auditorio extemporáneo).
Uno se puede instalar (es decir, aparecer en un mundo donde de manera propia no es ni está) en calidad de un intruso completo. Esto puede simplemente suceder y ya. Es lo que ocurre en The Planet of the Apes (1968) en una nada graciosa y al contrario muy seria historia contrautópica, uno de los modelos de antiutopía cinematográfica. En el año del Señor de 3978 la nave del coronel George Taylor y sus tres compañeros de viaje aterriza en un planeta desde todo ángulo incapaz para la vida humana pero, como era previsible en un guión diseñado a partir de la novela de Pierre Boulle La planète des singes, pronto el coronel Taylor es acontecido en una situación de pase. Unos extraños humanos desnudos, además de afásicos, morenos y diminutos, les roban a su grupo y a él mismo sus trajes espaciales, para acto seguido ser todos diezmados por quienes acontecen ser los amos de este mundo: los gorilas.
Taylor, ya trasladado a este nuevo mundo, se encuentra ahora prisionero, con lo cual pasa del ser agente del mundo de donde procede (donde era astronauta, científico y posiblemente investigador de las singularidades espaciales tal y tal, y quizá casado con una tal y asistente al club de tal, aparte de quién sabe, crianza de simios, como en una versión posterior, etc.) a la situación de ser ahora un como agente; siendo el mismo agente (pues, a no dudarlo, el coronel Taylor seguía siendo el mismo Taylor) ahora es un agente a quien le acontece que nada le toca hacer; ahora es agente instalado donde es y puede ser definido como un agente sin agenda, que es ser un como agente, lo cual es la razón misma de calificar la narración como algo bastante más interesante y digno de ser vivido que si regresara con su esposa o incluso a dormir a su nave, que era lo que le venía tocando hacer unos dos mil seis años, en la versión de Franklin J. Schaffner. Es curioso, pero hay un sentido desde el cual uno solo puede ser agente propio de un mundo: en todo otro mundo el mismo agente es un como agente; una especie de intruso en otro mundo y, en ese sentido puede participar o ser intruso en innumerables mundos.
Todas las aventuras de Taylor en el planeta de los simios tienen su origen en esta situación: se le da el pase a ese mundo y, como consecuencia, se encuentra con su destino, que es lo que recuerdo dijo un sabio orangután pelirrojo cuando se le preguntó que más le faltaba ver a Taylor. Cuando el pase es de manera deseada, es decir, cuando uno se puede hacer la imagen de la instalación, podemos diferenciar dos modalidades. En una de ellas lo que acontece es como por una suerte de malentendido, es decir, por alguna confusión en alguna de las partes o episodios que podrían describir el mundo de pertenencia, pero también el otro mundo; para hablar de manera gruesa, simple y sencillamente, se apertura un dispositivo de entrar, como recibir unas llaves en un sobre o una invitación por error, uno es confundido por un grupo y asumido como otro (sin uno a su vez haberlo notado) o uno se halla en un encuentro súbito con un guía atento que a uno lo aloja, o cualquier otra circunstancia que llamaremos de pase, y luego sucede un milagro y ya. Y entonces uno está donde desea estar sin haber por ello hecho nada para lograrlo, y se encuentra en ese mundo donde uno es otro a la manera de que parece el mismo mundo que a uno le es propio, algo que el lector es libre de sospechar pudo haberle ocurrido a varios funcionarios reales en Lima entre 1796 y 1827. Pero tenemos otro escenario: con plena voluntad, porque así es deseado, uno finge ser otro e incursiona en el mundo propio del personaje que uno desea allí ser por medio de un plan maquiavélico y se hace, por lo mismo, intruso, y entonces, quizá de manera natural, uno se hace como otro, pero no para lograr lo que hacen los invitados, sino para lograr lo que hacen los intrusos donde no han sido invitados.
Como lo dice casualmente el título de una cinta de Álvaro Velarde (2003), El destino no tiene favoritos.
Haga ahora un ejercicio el lector y viaje con su mente al pasado cuya experiencia de pasar de un mundo a otro nos interesa. Trasladado el lector a 1820 parece el caso de varios personajes históricos contemporáneos de Unanue, especialmente algunos abogados y clérigos de corte, todos los cuales, como por milagro, amanecieron una mañana laicos, igualitarios y republicanos; el pase les fue dado a los curas tras juramentar ante el general José de San Martín la libertad. A la inversa, si uno imagina el mundo posterior a 1820 como compuesto por agentes cuya creencia verdadera estaba signada por los límites permeables de ese mundo, éstos podrían haber existido desde 1796, alojados en el mundo que sospechamos Unanue tuvo por pertenencia, ellos al modo de invitados, pero con el saber de los intrusos, o ambas cosas, con un no saber sabiendo y un saber no sabiendo deliberados y voluntarios. Esto ocurre con los personajes básicos de Como quien no quiere la cosa: los americanos frívolos, los seres de peso antediluviano y la mujer del conde de Maistre, pero también con sus como especie de réplicas, los americanos frívolos así llamados, o los volúmenes grasos previos al santo Diluvio, así llamados, o la nerviosa y amante de las tortas señora Maistre, así llamada, todos los cuales unos intrusos que bien podrían ser tomados por los originales intrusos, en lugar de ser los originales originales, como el guión que Álvaro Velarde compuso a la obra sugiere; en esto creemos estar en lo correcto el propio Velarde consigo mismo, por si su él mismo tuviese también una réplica, algo que aún no ha sido filmado de Velarde, pero que Woody Allen parece haber hecho de sí mismo.
Ser invitado es prototipo de una forma de ser en una fiesta (vamos a decir mejor, un mundo) que significa ser uno mismo en un cierto lugar. Ese lugar no es un mero espacio, sino que incluye los cubiertos, por así decirlo; objetos, pero formas de conducta relativas a esos objetos. La fiesta incluye el tono de la voz, las maneras de mesa, el traje y el sombrero, y también quitarse el sombrero y colgarlo en el perchero, dar el nombre de quién lo ha invitado a uno si hay mucha gente y responder con atención con la mirada ante un invitado desconocido. Se trata de un espacio algo bastante más complejo en lo que van incorporadas también emociones relativas a las acciones que a su vez acompañan los objetos de la fiesta/mundo, una de esas emociones la expectativa de lo que pasará o no pasará o dejará de pasar, respecto del exterior de donde se ha entrado, que visto desde el espacio inverso es un salirse. Pero si hemos de reflexionar con personajes y películas, que sea a través de una película de Woody Allen.
VII
Y no podemos hablar de Allen si no mencionamos antes al correlato de lo que queremos mencionar: el impresentable payaso hindú, en realidad de la raza Sij, el inolvidable impostor inocente, Hrundi V. Bakshi.
Ha pasado mucho tiempo desde The Party para recordar una de las claves cómicas de esa cinta cinematográfica. Bakshi es un personaje que fue creado por Blake Edwards (William Blake Crump) para Peter Sellers; está basado en una cierta realidad de Sellers como agente, por así decirlo. Esto fue así no tanto por las dotes de actor de Peter Sellers, sino por su talento inigualable para hacer payasadas fingiendo ser otras disímiles personas. El hindú, Bakshi: un agente en otro mundo tan peculiarmente desadaptado y tan pleno de no saber, pero con un pase para no saber, fue diseñado especialmente para sacarle todo el beneficio posible, por ello The Party es una película bastante singular. Sellers era capaz de identificarse en todas las posibles versiones de un agente carente de saber, despojado de la creencia cierta. El nombre de este actor inglés era en realidad Richard Henry Sellers y, como se sabe desde siempre, se hizo muy famoso en determinado momento de su carrera por una asombrosa capacidad para imitar, reproducir el acento cómico de personajes aleatorios, un talento singular que le permitía a Peter Sellers hacer las veces de los más insospechados personajes.
Después de The Party, Sellers pasaría a la historia en la secuencia de películas de Edwards como The pink panther o A Shot in the Dark. Era como si Sellers pudiera ser casi completamente todos sus personajes, por así decirlo, una cualidad nada frecuente, si para esta calificación se toma en cuenta que Blake Edwards hizo una película entera para sacar partido de ella; esta cualidad de poder ser un poco todos los mundos genera la idea de un agente peculiar: para expresarlo de manera coloquial, es como si estuviera apto para todo sin que una pertenencia anterior le plantara límites para su saber, o como si sus límites permeables fueran excesivamente permeables, o bien que hay una manera de no saber ampliamente redituable para hacer efectivos los pases.
Sea permitido sobre este antecedente intentar hacer aquí, luego del paréntesis, un experimento mental.
(El experimento mental es una actividad que gusta mucho a los filósofos anglosajones; normalmente se bastan con recursos argumentativos que pretenden tener el status de cuasi/ científicos, como si fueran obras de ciencia, otorgando un peso cuasi divino a la lógica, tratando de resolver así enigmas que, curiosamente son muchas veces extraños a toda lógica. En este contexto la imaginación es bastante mimada cuando escasamente se le da un papel secundario en el libreto. En el lenguaje anglosajón los experimentos imaginativos son a manera de lujos retóricos; algunos de ellos son bastante célebres, como la hipótesis del cerebro en la batea, que inventó Jonathan Dancy e hizo luego popular después Hilary Putnam, o la del lenguaje privado, que hizo Ludwig Wittgenstein. En la tradición analítica los experimentos mentales se valoran más bien poco cuando resultan ser los no anglosajones quienes los formulan, y no se diga nada de los peruanos. Es posible que esta censura del lujo en los filósofos de otras tradiciones se deba a que se toma a los colegas no anglosajones como intrusos en la fiesta anglosajona de la filosofía. Creo que en esto quien firma comparte la idea de que hay una cierta intrusividad del discurso anglosajón sobre el derecho a la imaginación ejercido por los demás en sus límites propios, idea que se comparte con Gianni Vattimo y Santiago Zabala; no nos detengamos en esto).
La habilidad teatral de simular ser otro en un mundo sugiere una posibilidad en lo relativo a ser un agente; cambiar de mundo como cambiar de traje puede ser una habilidad acompañada de las cualidades relativas a saber qué hacer o no hacer, y también, de manera eminente, seguir siendo el mismo que logra el pase una y otra vez en un mundo siempre diverso. No pensemos que se trata de un agente, de alguien que puede hacer o no hacer, y que por lo mismo requiere de creencias verdaderas en un mundo instalado; eso requeriría antes de un mundo al cual pertenecer, del cual en base a qué o no hacer en cada caso podría él mismo decir quién es, lo cual generaría serias dificultades en cada pase de un mundo al otro, aunque sea teatral, pues el saber qué hacer haría del agente siempre un intruso en el siguiente mundo, y también un como intruso, esto es, un mal actor. Sería aún peor si el mundo inicial, por así decirlo, fuese llevado consigo por el agente al actuar en un mundo, y luego en otro, etc. Pero justamente sabemos que este es el caso: un agente se halla en su mundo con límites permeables en calidad de que ejecuta esa permeabilidad, en que realiza, performa (hace la performance) de ir algo más allá con los límites de su propio mundo. Esto es lo que se significa con el adjetivo “permeables” referido a los límites de un mundo al cual se pertenece. Los mundos cerrados por completo solo existen en la imaginación de los lectores poco finos de un libro literalmente, no solo anglosajón, sino también bastante inglés que lleva por título The Open Society and its Enemies (1945), un libro que compuso contra los regímenes iliberales el en tantas cosas otras tan notable filósofo Karl Popper, que renunció a su nacimiento como súbdito de Austria-Hungría para pasar a ser, ciertamente, un súbdito inglés.
El lector debe recordar la película Zelig (1983), un documental falso que hizo Woody Allen donde el personaje central es sin mayor duda el mismo Woody Allen. Es la historia de una suerte de Peter Sellers de mentira, en la vida irreal, que refuerza el talento del Peter Sellers real de ser todos sus personajes al extremo de que es capaz de integrarse físicamente a los mundos donde incursiona no como intruso, sino como intruso/ invitado, pero cuya historia en cada mundo atravesado remata en su imposibilidad de ser agente allí donde ya ha ingresado, acabando en una estrepitosa expulsión. Zelig se halla en el Congreso del Partido Nacional Socialista Obrero de Alemania en Núremberg, pero basta captar la mirada para descubrir la incapacidad de actuar del agente, que es la misma que califica una y otra vez esta cinta como una comedia. Sube a la bendición Urbi et orbi, al lado de alguien que aparenta ser Benedicto XV pero ocurre lo mismo: apenas Zelig trata de operar el rol de agente en este mundo como en cualquier otro, ocurre que no se halla capacitado para actuar, y ya no como invitado, sino ni siquiera en calidad de intruso, es decir, su no saber en la trama cinematográfica de Woody Allen para pasar de un mundo a otro mundo es inversamente eficaz respecto del talento del Sellers real, que podía y de hecho pudo hacer múltiples papeles.
A Zelig el falso documental lo hace célebre con la canción Chamelion Days, los días del camaleón, del que pasa de un mundo para otro. Zelig se camufla con los otros, como el camaleón, es decir, se instala en su mundo, y en otro mundo, y en otro, de tal modo que, para decirlo de alguna manera, el pase le es innecesario en orden de entrar. Cada que lo hace, y se instala, ya que capaz de hacerlo en todas partes y en todos los mundos, le será impreso a la misma vez un no saber mandatorio que lo hará salir de todas las fiestas. Si quisiéramos pensar ahora por imaginación que es posible que acontezca algo tal como un agente que pudiera hacer todos los papeles, un viajero de mundos sin límites y, por ello, pasar por todos los mundos como un milagro, nos encontraríamos antes con Zelig que con Peter Sellers; Sellers hacía teatro, Zelig tuvo la pretensión imaginaria de ser la realidad. El supuesto agente carente de saber y, desprovisto de agenda, habría de fracasar en cada mundo visitado; sería retirado del balcón papal por los clérigos de la curia romana, o sería siempre tomado por la fuerza los agentes de las SA del partido de Hitler para ser sacado de una fiesta nacionalsocialista a donde nunca debía haber asistido. Para Zelig vale como una verdad inconcusa aquella sentencia de Eve Peabody “A cada Cenicienta le toca su medianoche”; sentencia que parece siempre cierta para Zelig, esto solo porque Zelig no existe ni puede existir.
Y así vuelva el lector al inicio, a 1796. Recuerde la Relación del Gobierno del Perú de Hipólito Unanue presentada ese año al Virrey de Taboada, la constitución del reino, es decir, los límites permeables en función de los cuales, sobre la base de una creencia cierta, un campesino de comunidad de Surco lo mismo que un fraile, un torero de Huamanga tanto como un cacique de Canta, podían ser lo que eran, una identidad social que se deja a juicio del lector, pues algo debían ser, viviendo todos a la vez en un mundo social reconocible, tanto como para que Hipólito Unanue pudiera describirlo en un libro.
En 1812 las Cortes de Cádiz redactaron una constitución, que celebró en el Perú el padre José Ignacio Moreno, filósofo monárquico de gran tono, en famoso discurso. Luego de las guerras contra el emperador de Francia, se volvió a la constitución natural, que tanto defendía en España en las Cortes el príncipe Dionisio Túpac Yupanqui. Y luego hubo guerras contra Buenos Aires, hubo un golpe de Estado en el reino que colocó ilegítimo al Virrey La Serna, costo de la cual perdiera un gran ejército y suministros; José de San Martín se atribuyó por decreto ser la fuente de los poderes jurídicos, aunque luego la Asamblea constituyente de 1822 lo depuso, dándose a su vez a sí misma todos los poderes, para instaurar así la primera república, aunque una buena parte, más grande que pequeña de la misma jurisdicción para la que ese régimen se consideraba aplicable, acuñaría aún durante varios años más la moneda del peso de ocho reales del rey Fernando. Y luego, de un modo que es mejor dejar en tarea a los historiadores y los moralistas del pasado de tantos mundos como los hombres crean en su albedrío, el Perú era monarquía, pero república al mismo tiempo, para pasar a ser una dictadura vitalicia a la misma vez que república por una constitución que duró unos pocos días, en cuyo intermedio el Perú, ciertamente, fue seccionado de importantes territorios.
Atravesando un mundo jurídico tras otro, juzgue el lector por su propio criterio si ya como invitado o como intruso iba, a veces fantasmal de una constitución a otra, Hipólito Unanue. Como ya antes hemos anotado, hay un cierto sentido desde el cual uno solo puede ser agente propio de un solo mundo: en todo mundo otro, donde la constitución se ha alterado, donde el mismo agente adquiere el régimen de una esencia alterada, este mismo agente no es ya, en un sentido que el lector deberá meditar, un como agente, como un agente impostor o un invasor o una réplica, una especie de intruso en otro mundo y, en ese sentido puede participar o ser intruso en innumerables mundos, incluso a la manera del más inocente de todos los intrusos: el intruso fantasma. Permanece sin embargo la pregunta de si esto último es posible y qué sucede o cómo se tipifica el saber o el no saber y los límites de mundo del agente si no es posible.
Haga el lector un ejercicio; trabaje sus nociones de cinematografía y acompañe la conciencia de Unanue, este gran funcionario de varios de los mundos en que tuvo y a veces no tuvo el deseado pase, y piense por sí mismo, de manera independiente, qué aventuras pasó o no pasó o bien, en su hacienda de Cañete, donde tanto y tan grande habría que hacer, pudo haber pasado. Acompañe a Unanue el lector a la puerta de su destino; concédale a este hombre del mundo de los polvos y las pelucas ahora un sombrero y un abrigo. Téngale un poco de empatía, húndase en su personaje y, dispuesto a ser alterado en su esencia, vuelva el lector a comenzar la lectura de este mismo texto, así, como quien no quiere la cosa.
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