jueves, 27 de septiembre de 2018

RESEÑA

Arroyo Martínez Fabre, Mario Salvador. 2015. Ciencia y fe: ¿un equilibrio posible? Lima: Fondo Editorial de la Universidad Católica Sedes Sapientiae, 199 págs.



Es un tema recurrente la discusión académica sobre ciencia y religión (especialmente la cristiana), tanto por parte de creyentes como no creyentes.  Recuérdese, además de las obras que menciona el autor, las de, por ejemplo, en el mundo anglo-parlante, Russell (1951), Polkinghorne (1998), Davies (2006), Stenger (2008), Harrison (2010) o McGrath (2016), en el francófono, de Chardin (1965), Guitton et al. (1991), Egloff (2006), o Minois (2016), en el hispano, las de Pérez de Laborda (1980), Ruiz de la Peña (1996), Udías Vallina (2010), Chuvieco y Alexander (2012) o Leguizamón (2014), y en el Perú la de Peña Benito (s/f), sacerdote agustino español que vivió muchos años acá.
La obra de Arroyo tiene una presentación (por el biólogo Aldo Llanos), una introducción, 16 artículos con su bibliografía. A continuación, transcribiremos y comentaremos aquellos párrafos que nos han llamado la atención.
El autor afirma, en la introducción, que hay “(l)a aparente oposición entre ciencia y fe evidencia muchas realidades. La primera de todas,…es la ignorancia” (p. 13).  Reconoce que empieza “por una ignorancia de la propia fe. Muchos creyentes no conocen el catecismo católico ni la Biblia y así “creen encontrar oposición” entre ésta y la ciencia, o peor, al interpretar a aquélla literalmente no se dan “cuenta que su interpretación” es muy insuficiente (p. 14). Arroyo tiene mucha razón en lo que afirma pues los creyentes promedio lo son por cuestiones familiares tradicionales: creen porque así les han inculcado desde muy niños, no porque hayan investigado el origen de su religión y la hayan elegido.
Sin embargo, también, afirma Arroyo, los científicos padecen de ignorancias, aunque “son más difíciles de evidenciar, ya que la ciencia detenta, como si fuera exclusiva posesión suya, el halo de la racionalidad y la inteligencia” (ídem). En primer término dice, está su “ignorancia religiosa” pues “(m)uchas veces el dios con el que se pelean efectivamente no existe”, el dios “tapa agujeros” “que invocamos cuando no podemos explicar algo” (id.), así “la religión no puede sino ser hija de la ignorancia”. Pero en tanto la ciencia y la tecnología avancen “ya no habrá lugar para este dios, ya que no existirán tales “agujeros”. Por lo tanto, el dios “tapa agujeros”, “es un fantasma”, no es el Dios que “sí existe y es real” concluye (id.). Pero no basta con afirmar eso pues para muchos creyentes los fantasmas (y una conciencia humana que pervive a la muerte) sí existen, son parte de lo que creen que es la realidad. Y una de las funciones de la creencia en alguna divinidad es que ésta es el origen y la explicación de todo, siendo de este modo un gran tapahuecos ante nuestro desconocimiento de dónde viene y cómo funciona el mundo.
Además, dice nuestro escritor, el científico ignora de filosofía, pues “desde el inicio de la modernidad, la filosofía ha quedado rezagada respecto de la ciencia” (id.), así que no necesita saber de la primera, “porque la ciencia la ha relegado y ha mostrado que el saber filosófico está demás: bastaría el saber científico para explicar la vida, el mundo y el sentido de las cosas” y ya que en ese saber no se trata de dios ni el alma “está más que justificado dudar de ellos” (p. 14-15). Le daríamos la razón si es que estuviera hablando de un científico que nunca haya llevado algún curso de filosofía –sea de filosofía o teoría de la ciencia-- ni siquiera a nivel escolar –que en la actualidad pudiera ser el caso de muchos profesionales en nuestro medio-- o que no conociese los límites e insuficiencias del conocimiento científico.
Con todo, continúa Arroyo, es falsa la (supuesta) pretensión, por parte de la ciencia (y la tecnología), de tener la exclusividad absoluta del saber y no necesitar de la filosofía, pues aquella parte de supuestos “que no puede demostrar desde sí misma; ignora los presupuestos filosóficos desde los cuales construye todo su saber”, (y citando a Artigas): el supuesto ontológico de que existe un orden natural inteligible, el supuesto epistemológico de que tenemos la capacidad de conocerlo, y el supuesto ético que el objetivo de la ciencia tiene un valor que vale la pena buscarlo (p. 15). Eso sería muy cierto, si se asume como saber o conocimiento las creencias y experiencias religiosas, las especulaciones filosóficas, las interpretaciones y expresiones artísticas, nuestros sentimientos, etc. Y la demostración de los supuestos que menciona no necesitan ser probada por la mayoría de los científicos, tarea de los filósofos o legos interesados en la filosofía incluyendo científicos, o de aquellos que simplemente usan el sentido común: basta con observar la realidad para notar y entender que hay fenómenos repetitivos, regulares u “ordenados” naturales, y que ese conocimiento ha mejorado la vida humana (pero también, mal usado hace lo contrario).
Por otro lado, nos da a entender Arroyo que hay científicos prestigiosos que defienden posturas filosóficas pero eso confunde al público, pues no han sido demostradas científicamente e, incluso, ya obsoletas,.  Concordamos en eso, pero los científicos también tiene una visión del mundo, del ser humano y del bien y el mal como cualquiera y tienen derecho a expresar sus puntos de vista incluyendo sus creencias religiosas, si las tuvieran.
Por todo lo anterior, el autor pretende con su libro “ofrecer puentes de comunicación entre los tres tipos de saber: científico, filosófico y teológico”, armonizándolos y produciendo “la unidad del conocimiento y una comprensión cada vez más extensa y profunda del misterio del hombre y el cosmos” (id.). Esa unidad quedaría y sería muy bien aceptada por aquellos especialmente que albergan una fe religiosa y que a la vez respetan la filosofía y la ciencia.
Para Arroyo, hay un conocimiento no esclarecido, por ejemplo, de la relación entre mente y cerebro, o alma y pensamiento (p. 16). Precisamente las divergencias provienen de lo que los escolares escucharon en el catecismo y en sus clases de biología, física o astronomía con respecto al origen del universo y el hombre (id.). Ante eso podemos afirmar que ya hay ciertos avances al respecto: ya se ha observado en gente mayor que a la par de tener un deterioro físico tiene un deterioro psicológico como la demencia senil, o en jóvenes, como por ejemplo, el del estadounidense Phineas Cage (1823-1861), quien a los 25 años, debido a un accidente, sufrió mutilación cerebral, a nivel del lóbulo frontal, y su personalidad cambió dramáticamente. O ante estimulación del lóbulo parietal derecho se puede experimentar episodios religiosos incluso en no creyentes.
En la p. 22 hace una crítica a las universidades productoras de técnicos y especialistas, que “perfeccionan el intelecto, pero”…”no a la persona concreta y completa”. Eso es muy cierto sobre todo en aquellas fundadas solo como formas de obtener lucro.  De todos modos muchos centros educativos universitarios tienen departamentos de atención a los alumnos. Y además Arroyo agrega que “la unidad y el orden de los saberes requiere de la Teología; si falta ésta, los saberes particulares ocuparán su lugar, produciéndose un desorden y una imprecisión en el conocimiento y la comprensión”. Entonces, se sigue, es necesaria la teología pero una de tipo racional en las universidades públicas que comparta sus principios y conclusiones a los profesores de otras especialidades. Pero otra vez, los universitarios creyentes necesitarán de la teología e incluso la filosofía para intentar superar cualquier antagonismo que se les presenta en relación con su fe y la realidad. A los que les satisfaga solo la filosofía y la ciencia no necesitarán de la teología.
Reconoce realistamente “las insuficiencias metodológicas” del filósofo o teólogo “de espaldas a la realidad” (p. 23) que en la religión se llama fundamentalismo, como es el caso del creacionismo que interpreta literalmente la Biblia negando los aportes de la ciencia sobre el origen del universo y la humanidad. Ciertamente peor aún: rechazar la ciencia y aceptar como verdad absoluta un conjunto de libros, producto de una cultura lejana y antigua, es síntoma de ignorancia e irrealismo lo cual, como es muy sabido, produce intolerancia que lleva al abuso y la persecución cuando los religiosos manejan el poder político como muestra la historia.
También nuestro autor reconoce “que la ciencia habla de un principio de la realidad”… la cual “está ahí, y es preciso explicarla…” (id.), pero esa es la labor del filósofo no del científico promedio.
”El dato científico me ayuda para comprender que una determinada aproximación a la Sagrada Escritura no es la correcta, pero de ningún modo puede descalificar a la Biblia como libro revelado por Dios…” (pp. 23-24).  Si la historia nos muestra los orígenes y la evolución de las creencias religiosas sin necesidad de explicarlas sobrenaturalmente podemos entender así que las “verdades reveladas por Dios” son simplemente palabras de hombres no conteniendo nada sobrehumano ni misterioso. La ciencia no avala o descalifica directamente la creencia o no en alguna divinidad, esa no es su tarea.
Pero además hay conocimientos científicos que “tienen abundantes consecuencias filosóficas y teológicas” (como por ejemplo, cuándo se inicia y termina la vida humana, si el embrión o cigoto forma parte o no del cuerpo de la madre, cómo se originó la vida en nuestro mundo o si la hay en otros, incluyendo la inteligente, cuándo se originó el universo y cuál es su extensión, etc.) (p. 24).  Eso es muy cierto, de ahí las muchas discusiones y desacuerdos.
Obviamente concordamos cuando Arroyo afirma que la ciencia nos da datos de los hechos y la filosofía y la teología los interpretan y les dan sentido precisamente cuando surgen interrogantes que aquélla no puede responder (p. 25). Un mismo objeto, sea un grano de arena o el universo, puede ser interpretado de modos distintos, para unos será producto de un diseño inteligente divino y para otros una de las tantas posibilidades del azar y la casualidad durante eones de tiempo.
Luego afirma que el caso Galileo, el ejemplo de “la supuesta oposición entre fe y razón, o por lo menos, entre la Iglesia Católica y la razón científica” (p. 27). Dice que no hay casos de oposición.  Hace la precisión que el error de la condena de Galileo no fue papal sino de la Inquisición (así sea cierto eso ésta fue una creación de la Iglesia) y que “nunca se ha repetido tal equivocación por parte de la autoridad eclesiástica” (p. 33). Nuestro autor menciona la muerte en la hoguera de Giordano Bruno tras el proceso inquisitorial que padeció por tener ideas teológico-metafísicas distintas a las católicas (p. 34) pero también por tener otras de tipo cosmológico adelantadas a su tiempo. Explica que la condena a Galileo se dio en una época donde “eran todavía muy confusas las fronteras entre saber científico, filosofía y teología” (p. 34).  A eso hay que agregar que en esa época y lugar no había aun la idea y la necesidad fundamentales de la separación entre Estado e Iglesia para evitar intolerancia y persecución por pensar diferente.
En la p. 35 aclara que “(n)o es misión de la religión motivar el saber científico, como tampoco debe encargarse del ordenamiento político de un país, ni es función de la ciencia determinar cuál es la religión verdadera, si es que hay alguna”. Basándose en Jaki dice que “la ciencia nació muerta” o vivió muy poco en contextos no occidentales y no cristianos. Precisamente con el cristianismo, dice, la ciencia se desarrolló y al madurar se separó de su contexto religioso (pp. 35-36).  Tiene razón, pero era un cristianismo que buscaba el saber para entender la creación de Dios, no uno que le tenía repulsión como el que propició la quema de libros o personas.
Luego, en la pág. 39, afirma que “la razón tiene su fuente en Dios”,… “(a)l desarrollar su ingenio, el hombre da más gloria a Dios”…y “al desarrollar su razón y transformar con ella el mundo, cumple un concreto mandato divino” y así pretende refutar la idea ilustrada de “que la religión es fruto de la superstición y la ignorancia, de forma que a mayor desarrollo de la razón, quedaría menos espacio para Dios y lo religioso, en cuanto explicación de los fenómenos del mundo”. Y dice que “(e)sto sería verdad en el otro grupo de religiones, es decir, en aquellas que pretenden explicarlo todo recurriendo a una interpretación sobrenatural, o para las que la libertad humana no existe o no pasa de ser una sensación subjetiva”. Pero, “(n)ada de esto sucede en la perspectiva judeo-cristiana…”(!!).
Ante lo anterior es evidente de que es una creencia religiosa pensar que nuestra razón proviene de Dios o que éste nos ha mandado algo. Y si, la religión apareció como la primera forma de explicar la realidad: ante el desconocimiento (y el temor) de por qué sucedían los fenómenos naturales –incluyendo la enfermedad y la muerte— los primeros humanos imaginaron como sus causantes a seres pensantes y con voluntad de manejarlas a su antojo y capricho como cualquier persona. Luego, al interpretar el conocimiento científico como un entendimiento de la creación divina, los teólogos, ya desde el Medioevo, se dieron cuenta de que la ciencia no estaba en contra de su fe (salvo su interpretación literal de las Escrituras como palabra revelada por Dios, así infalible y perfecta, y que por lo tanto, los que la contradecían estaban contra la verdad o peor aún, con el demonio).
Ahora bien, a pesar de los avances de la ciencia la idea de un dios creador e interventor en la realidad natural y humana ya no es imprescindible, salvo que necesite y quiera algo más que eso en la búsqueda de trascendencia y sentido.
Además han pasado siglos y muchas persecuciones y muertes, para que el cristianismo organizado deje de imponer a sangre y fuego sus creencias en los llamados paganos o creyentes en otras religiones. Y si hay científicos creyentes (en todas las religiones) eso no anula la ciencia. Creer o no en un dios, creador o no, simplemente es una interpretación de la realidad. Unos la ven como producto de una inteligencia y orden sobrenatural y otros simplemente como la consecuencia de la evolución de la materia y energía que tiene como característica primordial el movimiento y la transformación.
Nuestro autor también defiende (pág. 40) que “no solo alentó la Iglesia la investigación científica como “a larga distancia”, sino que la impulsó muy directamente, como se ha visto más arriba, a través de las universidades”. Pero eso se debe al contexto socio-cultural de la época, una en la cual la Iglesia estaba en todas las esferas de la vida y en la cual tenía poder político. Es más, la búsqueda y la enseñanza del conocimiento al ser una cuestión muy humana es anterior a la universidad medieval y no exclusivo de Europa –recordemos, por ejemplo, la academia platónica y el liceo aristotélico y a los centros de educación superior en las antiguas China (con su academia imperial), e India (en templos budistas) o la Universidad de Qarawiyyin (en una mezquita islámica) en el siglo ix (en lo que llamamos ahora Marruecos)--.
Consideramos un error teológico que Arroyo haga una distinción entre fe católica y fe cristiana al hablar del ex ateo converso Francis Collins (p. 54). Si bien es cierto no todo cristiano es católico, todo católico es cristiano, esto es, el catolicismo es una de las variantes del cristianismo. Al parecer ha caído en el habla popular de los evangélicos o protestantes que se presentan a sí mismos como cristianos –nombre o adjetivo que incluiría también a las iglesias orientales u ortodoxas y a todas las variantes post evangélicas con toda suerte de creencias disímiles sobre Dios, Jesús y la vida de ultratumba.
Sin embargo, muy bien reconoce (p. 55) que el diseño inteligente es “una interpretación filosófica de determinados datos científicos” y el creacionismo “es el producto de una lectura fundamentalista de los avances científicos, que no puede ser calificado sino como pseudociencia”.
Más adelante (p. 71) admite que la evolución “fue una teoría que nació en polémica con la religión, y más en concreto con la cristiana”. Ciertamente en una época de fundamentalismo bíblico y aún incipiente desarrollo científico.
En la pág. 79 dice que “(u)na de las señales más claras de racionalidad y, por lo tanto de espiritualidad, se presenta en la evidencia de ofrendas y entierros, actividad cultural y religiosa”. En stricto sensu, la creencia en algún tipo de vida o consciencia después de la muerte, es señal del rechazo humano a la muerte, y la necesidad humana de seguir existiendo de alguna manera.
Nuestro autor cita al sacerdote y físico Manuel Carreira (pág. 116): “¿Por qué es el universo cómo es? Porque está hecho para el hombre”. Y dice que si se cambiara alguna de las variables del universo, “aunque fuera en un grado ínfimo, no podríamos existir” (p. 117). ¿Y qué hay con eso? No siempre existieron nuestra especie —y todas las demás-- ni nuestro planeta y algún día dejarán de existir. Peor aún, la creencia de que el Universo se hizo para nosotros ha llevado a un antropocentrismo y especiecismo contra la naturaleza y los otros animales, e incluso racismo (al considerar más humanos a los supuestos seguidores de la verdad divina).
Es verdad que ante la vastedad del cosmos el surgimiento de ciertos tipos de vida y luego de una de tipo inteligente es algo inusual pero no imposible.
Arroyo, citando a Artigas (pág. 125), sostiene que “(e)l hecho mismo de que el hombre haya podido formular algo semejante al saber científico es una muestra patente de que no puede reducirse a materia, sino que incluyéndola, esta materia supone un componente espiritual,…”. Evidentemente no es capaz de aceptar que la materia cerebral evolucionada produzca pensamientos, que nos haga capaces de ser imaginativos y creativos, de tener cultura –incluidas la religión, el arte, la filosofía, la ciencia, etc.
En la pág. 148, dice que “(e)l problema del cientificismo no es la ciencia, …sino su desprecio por toda otra forma de conocimiento”. En verdad, en la diversidad de realidad humana hay toda clase de ideas y, entre ellas, algunas postulan diversas formas de conocimiento. Pero son los resultados los que nos determinan si nuestras ideas o conocimientos son válidos o no. Todos tenemos derecho a pensar y creer en cualquier cosa, siempre y cuando eso no afecte a los demás.
Es cierto que la ciencia depende de lo económico (p. 154) como muchas otras actividades humanas, no podemos negar esa realidad. Pensemos sino en lo que pasaría con la Iglesia si el Estado peruano dejara de subvencionarla directamente con dinero o eliminar sus excepciones tributarias.
Afirma Arroyo (p. 155) que hay científicos que combaten la religión con “tintes religiosos, de “cruzada”, dando como resultado una especie de religión antireligiosa (sic)”. Quizá se refiere al fanatismo que más fácilmente aparece en las religiones pero es cierto: con el fin de socavar la influencia de determinada creencia en la supuesta existencia de alguna divinidad en la esfera social algunos la han calificado de perversa (con alguna razón según la historia pasada y reciente) creando sobre todo malestar en los creyentes de buena fe, que sin duda existen.
En definitiva, la religión todavía goza de buena salud y siempre habrá pretextos para mantenerla viva --no sólo existenciales sino además materiales. No se la puede borrar de un plumazo especialmente en regiones del mundo donde imperan la pobreza, la ignorancia y la necesidad –sobre todo en muchos países del hemisferio Sur--, o simplemente por ser parte fundacional de determinada sociedad de bienestar –como los EE.UU.--.
En todo caso, los creyentes y los no creyentes, especialmente, los que tienen el privilegio de haber sido formados académicamente, tienen que buscar puntos en común entre sí, en pro del desarrollo humano individual y social, a favor del respeto y tolerancia mutuos.
Terminando el libro Arroyo (p. 182) aclara que “(l)a intención del presente texto es divulgativa”. Eso es muy cierto, pues los temas variados del libro pueden ser más profundizados y discutidos. Nuestro autor culpa a la “fuerte presión mediática” de la “supuesta oposición entre ciencia y fe” que para él “no existe, ni es válida”. Pero otra vez tal disputa tiene un origen histórico concreto y no es mera propaganda por eso.
Es evidente que la Iglesia católica se ha adaptado muy bien a los tiempos modernos en relación al conocimiento científico, por ejemplo, acepta la evolución de las especies y la gran explosión que dio origen al universo que conocemos (ambas guiadas por Dios), e incluso ante las demandas de mayor justicia social. Aún le falta permitir a sus sacerdotes y monjas disfrutar de su sexualidad y así no contravenir el mandato bíblico de “crecer y multiplicaos”, pero esa es otra historia.

Lima, 29 de octubre del 2018-21 de marzo del 2019.
Manuel A. Paz y Miño, Director, Revista Peruana de Filosofía Aplicada (RPFA).

Bibliografia sobre ciencia y religión
Chuvieco, Emilio y Denis Alexander (coords.). 2012. Ciencia y Religión en el siglo XXI: recuperar el diálogo. Madrid: Editorial Centro de Estudios Ramón Areces.
Davies, Paul. 2006. La mente de Dios: la base científica para un mundo racional. Madrid: McGraw-Hill.
Egloff, Pierre. 2006. Dieu, les sciences et l'univers: L'homme interplanétaire. París: Editions L'Harmattan.
Guitton, Jean; Igor Bogdanov y Grichka Bogdanov. 1991. Dieu et la Science. París: Éditions Grasset.
Harrison, Peter. 2010. The Cambridge Companion to Science and Religion. Cambridge: Cambridge University Press.
Leguizamón, Raúl O. 2014. La ciencia contra la fe. Reflexiones sobre la relación entre la verdadera ciencia y la fe evolucionista. Guadalajara: Universidad Autónoma de Guadalajara, 3ra. edición.
McGrath, Alister. 2016. La ciencia desde la fe. Madrid: Espasa.
Peña Benito, Ángel. S/f. ¿La ciencia contra la fe? Lima: Ángel Peña O.A.R.
Pérez de Laborda, Alfonso. 1980.  Ciencia y fe: historia y análisis de una relación enconada. Madrid: Marova.
Polkinghorne, John. 1998. Ciencia y teología: una introducción. Santander: Sal Terrae.
Ruiz de la Peña, Juan L. 1996. Teología de la creación. Santander: Sal Terrae.
Russell, Bertrand. 1951. Religión y ciencia. México: Fondo de Cultura Económica.
Stenger, Victor. 2008. ¿Existe dios?: El gran enfrentamiento entre ciencia y creencia, entre fe y razón. Barcelona: Ma Non Troppo.
Teilhard de Chardin, Pierre. 1965. Ciencia y Cristo. Madrid: Taurus.
Udías Vallina, Agustín. 2010. Ciencia y religión, dos visiones del mundo. Santander: Sal Terrae.

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