Es un tema recurrente la discusión académica sobre ciencia y
religión (especialmente la cristiana), tanto por parte de creyentes como no
creyentes. Recuérdese, además de las
obras que menciona el autor, las de, por ejemplo, en el mundo anglo-parlante, Russell
(1951), Polkinghorne (1998), Davies (2006), Stenger (2008), Harrison (2010) o McGrath
(2016), en el francófono, de Chardin (1965), Guitton et al. (1991), Egloff
(2006), o Minois (2016), en el hispano, las de Pérez de Laborda (1980), Ruiz de
la Peña (1996), Udías Vallina (2010), Chuvieco y Alexander (2012) o Leguizamón (2014),
y en el Perú la de Peña Benito (s/f), sacerdote agustino español que vivió
muchos años acá.
La obra de Arroyo tiene una presentación (por el biólogo
Aldo Llanos), una introducción, 16 artículos con su bibliografía. A
continuación, transcribiremos y comentaremos aquellos párrafos que nos han
llamado la atención.
El autor afirma, en la introducción, que hay “(l)a aparente
oposición entre ciencia y fe evidencia muchas realidades. La primera de
todas,…es la ignorancia” (p. 13).
Reconoce que empieza “por una ignorancia de la propia fe. Muchos
creyentes no conocen el catecismo católico ni la Biblia y así “creen encontrar
oposición” entre ésta y la ciencia, o peor, al interpretar a aquélla
literalmente no se dan “cuenta que su interpretación” es muy insuficiente (p.
14). Arroyo tiene mucha razón en lo que afirma pues los creyentes promedio lo
son por cuestiones familiares tradicionales: creen porque así les han inculcado
desde muy niños, no porque hayan investigado el origen de su religión y la hayan
elegido.
Sin embargo, también, afirma Arroyo, los científicos padecen
de ignorancias, aunque “son más difíciles de evidenciar, ya que la ciencia
detenta, como si fuera exclusiva posesión suya, el halo de la racionalidad y la
inteligencia” (ídem). En primer término dice, está su “ignorancia religiosa”
pues “(m)uchas veces el dios con el
que se pelean efectivamente no existe”, el dios “tapa agujeros” “que invocamos
cuando no podemos explicar algo” (id.), así “la religión no puede sino ser hija
de la ignorancia”. Pero en tanto la ciencia y la tecnología avancen “ya no
habrá lugar para este dios, ya que no existirán tales “agujeros”. Por lo tanto,
el dios “tapa agujeros”, “es un fantasma”, no es el Dios que “sí existe y es
real” concluye (id.). Pero no basta con afirmar eso pues para muchos creyentes
los fantasmas (y una conciencia humana que pervive a la muerte) sí existen, son
parte de lo que creen que es la realidad. Y una de las funciones de la creencia
en alguna divinidad es que ésta es el origen y la explicación de todo, siendo
de este modo un gran tapahuecos ante nuestro desconocimiento de dónde viene y
cómo funciona el mundo.
Además, dice nuestro escritor, el científico ignora de
filosofía, pues “desde el inicio de la modernidad, la filosofía ha quedado
rezagada respecto de la ciencia” (id.), así que no necesita saber de la
primera, “porque la ciencia la ha relegado y ha mostrado que el saber
filosófico está demás: bastaría el saber científico para explicar la vida, el
mundo y el sentido de las cosas” y ya que en ese saber no se trata de dios ni
el alma “está más que justificado dudar de ellos” (p. 14-15). Le daríamos la
razón si es que estuviera hablando de un científico que nunca haya llevado
algún curso de filosofía –sea de filosofía o teoría de la ciencia-- ni siquiera
a nivel escolar –que en la actualidad pudiera ser el caso de muchos
profesionales en nuestro medio-- o que no conociese los límites e
insuficiencias del conocimiento científico.
Con todo, continúa Arroyo, es falsa la (supuesta)
pretensión, por parte de la ciencia (y la tecnología), de tener la exclusividad
absoluta del saber y no necesitar de la filosofía, pues aquella parte de
supuestos “que no puede demostrar desde sí misma; ignora los presupuestos
filosóficos desde los cuales construye todo su saber”, (y citando a Artigas): el
supuesto ontológico de que existe un orden natural inteligible, el supuesto
epistemológico de que tenemos la capacidad de conocerlo, y el supuesto ético
que el objetivo de la ciencia tiene un valor que vale la pena buscarlo (p. 15).
Eso sería muy cierto, si se asume como saber o conocimiento las creencias y
experiencias religiosas, las especulaciones filosóficas, las interpretaciones y
expresiones artísticas, nuestros sentimientos, etc. Y la demostración de los
supuestos que menciona no necesitan ser probada por la mayoría de los
científicos, tarea de los filósofos o legos interesados en la filosofía
incluyendo científicos, o de aquellos que simplemente usan el sentido común:
basta con observar la realidad para notar y entender que hay fenómenos
repetitivos, regulares u “ordenados” naturales, y que ese conocimiento ha
mejorado la vida humana (pero también, mal usado hace lo contrario).
Por otro lado, nos da a entender Arroyo que hay científicos
prestigiosos que defienden posturas filosóficas pero eso confunde al público,
pues no han sido demostradas científicamente e, incluso, ya obsoletas,. Concordamos en eso, pero los científicos
también tiene una visión del mundo, del ser humano y del bien y el mal como
cualquiera y tienen derecho a expresar sus puntos de vista incluyendo sus
creencias religiosas, si las tuvieran.
Por todo lo anterior, el autor pretende con su libro
“ofrecer puentes de comunicación entre los tres tipos de saber: científico,
filosófico y teológico”, armonizándolos y produciendo “la unidad del
conocimiento y una comprensión cada vez más extensa y profunda del misterio del
hombre y el cosmos” (id.). Esa unidad quedaría y sería muy bien aceptada por
aquellos especialmente que albergan una fe religiosa y que a la vez respetan la
filosofía y la ciencia.
Para Arroyo, hay un conocimiento no esclarecido, por
ejemplo, de la relación entre mente y cerebro, o alma y pensamiento (p. 16).
Precisamente las divergencias provienen de lo que los escolares escucharon en
el catecismo y en sus clases de biología, física o astronomía con respecto al
origen del universo y el hombre (id.). Ante eso podemos afirmar que ya hay ciertos
avances al respecto: ya se ha observado en gente mayor que a la par de tener un
deterioro físico tiene un deterioro psicológico como la demencia senil, o en jóvenes,
como por ejemplo, el del estadounidense Phineas Cage (1823-1861), quien a los
25 años, debido a un accidente, sufrió mutilación cerebral, a nivel del lóbulo
frontal, y su personalidad cambió dramáticamente. O ante estimulación del
lóbulo parietal derecho se puede experimentar episodios religiosos incluso en
no creyentes.
En la p. 22 hace una crítica a las universidades productoras
de técnicos y especialistas, que “perfeccionan el intelecto, pero”…”no a la
persona concreta y completa”. Eso es muy cierto sobre todo en aquellas fundadas
solo como formas de obtener lucro. De
todos modos muchos centros educativos universitarios tienen departamentos de
atención a los alumnos. Y además Arroyo agrega que “la unidad y el orden de los
saberes requiere de la Teología; si falta ésta, los saberes particulares
ocuparán su lugar, produciéndose un desorden y una imprecisión en el
conocimiento y la comprensión”. Entonces, se sigue, es necesaria la teología
pero una de tipo racional en las universidades públicas que comparta sus
principios y conclusiones a los profesores de otras especialidades. Pero otra
vez, los universitarios creyentes necesitarán de la teología e incluso la
filosofía para intentar superar cualquier antagonismo que se les presenta en
relación con su fe y la realidad. A los que les satisfaga solo la filosofía y
la ciencia no necesitarán de la teología.
Reconoce realistamente “las insuficiencias metodológicas”
del filósofo o teólogo “de espaldas a la realidad” (p. 23) que en la religión
se llama fundamentalismo, como es el caso del creacionismo que interpreta
literalmente la Biblia negando los aportes de la ciencia sobre el origen del
universo y la humanidad. Ciertamente peor aún: rechazar la ciencia y aceptar
como verdad absoluta un conjunto de libros, producto de una cultura lejana y
antigua, es síntoma de ignorancia e irrealismo lo cual, como es muy sabido,
produce intolerancia que lleva al abuso y la persecución cuando los religiosos
manejan el poder político como muestra la historia.
También nuestro autor reconoce “que la ciencia habla de un
principio de la realidad”… la cual “está ahí, y es preciso explicarla…” (id.),
pero esa es la labor del filósofo no del científico promedio.
”El dato científico me ayuda para comprender que una
determinada aproximación a la Sagrada Escritura no es la correcta, pero de ningún
modo puede descalificar a la Biblia como libro revelado por Dios…” (pp. 23-24).
Si la historia nos muestra los orígenes
y la evolución de las creencias religiosas sin necesidad de explicarlas
sobrenaturalmente podemos entender así que las “verdades reveladas por Dios”
son simplemente palabras de hombres no conteniendo nada sobrehumano ni
misterioso. La ciencia no avala o descalifica directamente la creencia o no en
alguna divinidad, esa no es su tarea.
Pero además hay conocimientos científicos que “tienen
abundantes consecuencias filosóficas y teológicas” (como por ejemplo, cuándo se
inicia y termina la vida humana, si el embrión o cigoto forma parte o no del cuerpo
de la madre, cómo se originó la vida en nuestro mundo o si la hay en otros,
incluyendo la inteligente, cuándo se originó el universo y cuál es su
extensión, etc.) (p. 24). Eso es muy
cierto, de ahí las muchas discusiones y desacuerdos.
Obviamente concordamos cuando Arroyo afirma que la ciencia
nos da datos de los hechos y la filosofía y la teología los interpretan y les
dan sentido precisamente cuando surgen interrogantes que aquélla no puede
responder (p. 25). Un mismo objeto, sea un grano de arena o el universo, puede
ser interpretado de modos distintos, para unos será producto de un diseño
inteligente divino y para otros una de las tantas posibilidades del azar y la
casualidad durante eones de tiempo.
Luego afirma que el caso Galileo, el ejemplo de “la supuesta
oposición entre fe y razón, o por lo menos, entre la Iglesia Católica y la razón
científica” (p. 27). Dice que no hay casos de oposición. Hace la precisión que el error de la condena
de Galileo no fue papal sino de la Inquisición (así sea cierto eso ésta fue una
creación de la Iglesia) y que “nunca se ha repetido tal equivocación por parte
de la autoridad eclesiástica” (p. 33). Nuestro autor menciona la muerte en la
hoguera de Giordano Bruno tras el proceso inquisitorial que padeció por tener
ideas teológico-metafísicas distintas a las católicas (p. 34) pero también por
tener otras de tipo cosmológico adelantadas a su tiempo. Explica que la condena
a Galileo se dio en una época donde “eran todavía muy confusas las fronteras
entre saber científico, filosofía y teología” (p. 34). A eso hay que agregar que en esa época y lugar
no había aun la idea y la necesidad fundamentales de la separación entre Estado
e Iglesia para evitar intolerancia y persecución por pensar diferente.
En la p. 35 aclara que “(n)o es misión de la religión
motivar el saber científico, como tampoco debe encargarse del ordenamiento
político de un país, ni es función de la ciencia determinar cuál es la religión
verdadera, si es que hay alguna”. Basándose en Jaki dice que “la ciencia nació
muerta” o vivió muy poco en contextos no occidentales y no cristianos.
Precisamente con el cristianismo, dice, la ciencia se desarrolló y al madurar
se separó de su contexto religioso (pp. 35-36).
Tiene razón, pero era un cristianismo que buscaba el saber para entender
la creación de Dios, no uno que le tenía repulsión como el que propició la
quema de libros o personas.
Luego, en la pág. 39, afirma que “la razón tiene su fuente
en Dios”,… “(a)l desarrollar su ingenio, el hombre da más gloria a Dios”…y “al
desarrollar su razón y transformar con ella el mundo, cumple un concreto
mandato divino” y así pretende refutar la idea ilustrada de “que la religión es
fruto de la superstición y la ignorancia, de forma que a mayor desarrollo de la
razón, quedaría menos espacio para Dios y lo religioso, en cuanto explicación
de los fenómenos del mundo”. Y dice que “(e)sto sería verdad en el otro grupo
de religiones, es decir, en aquellas que pretenden explicarlo todo recurriendo
a una interpretación sobrenatural, o para las que la libertad humana no existe
o no pasa de ser una sensación subjetiva”. Pero, “(n)ada de esto sucede en la
perspectiva judeo-cristiana…”(!!).
Ante lo anterior es evidente de que es una creencia
religiosa pensar que nuestra razón proviene de Dios o que éste nos ha mandado
algo. Y si, la religión apareció como la primera forma de explicar la realidad:
ante el desconocimiento (y el temor) de por qué sucedían los fenómenos
naturales –incluyendo la enfermedad y la muerte— los primeros humanos
imaginaron como sus causantes a seres pensantes y con voluntad de manejarlas a
su antojo y capricho como cualquier persona. Luego, al interpretar el
conocimiento científico como un entendimiento de la creación divina, los
teólogos, ya desde el Medioevo, se dieron cuenta de que la ciencia no estaba en
contra de su fe (salvo su interpretación literal de las Escrituras como palabra
revelada por Dios, así infalible y perfecta, y que por lo tanto, los que la
contradecían estaban contra la verdad o peor aún, con el demonio).
Ahora bien, a pesar de los avances de la ciencia la idea de
un dios creador e interventor en la realidad natural y humana ya no es
imprescindible, salvo que necesite y quiera algo más que eso en la búsqueda de
trascendencia y sentido.
Además han pasado siglos y muchas persecuciones y muertes,
para que el cristianismo organizado deje de imponer a sangre y fuego sus
creencias en los llamados paganos o creyentes en otras religiones. Y si hay
científicos creyentes (en todas las religiones) eso no anula la ciencia. Creer
o no en un dios, creador o no, simplemente es una interpretación de la
realidad. Unos la ven como producto de una inteligencia y orden sobrenatural y
otros simplemente como la consecuencia de la evolución de la materia y energía
que tiene como característica primordial el movimiento y la transformación.
Nuestro autor también defiende (pág. 40) que “no solo alentó
la Iglesia la investigación científica como “a larga distancia”, sino que la impulsó
muy directamente, como se ha visto más arriba, a través de las universidades”. Pero
eso se debe al contexto socio-cultural de la época, una en la cual la Iglesia
estaba en todas las esferas de la vida y en la cual tenía poder político. Es
más, la búsqueda y la enseñanza del conocimiento al ser una cuestión muy humana
es anterior a la universidad medieval y no exclusivo de Europa –recordemos, por
ejemplo, la academia platónica y el liceo aristotélico y a los centros de
educación superior en las antiguas China (con su academia imperial), e India
(en templos budistas) o la Universidad de Qarawiyyin (en una mezquita islámica)
en el siglo ix
(en lo que llamamos ahora Marruecos)--.
Consideramos un error teológico que Arroyo haga una
distinción entre fe católica y fe cristiana al hablar del ex ateo converso
Francis Collins (p. 54). Si bien es cierto no todo cristiano es católico, todo
católico es cristiano, esto es, el catolicismo es una de las variantes del
cristianismo. Al parecer ha caído en el habla popular de los evangélicos o
protestantes que se presentan a sí mismos como cristianos –nombre o adjetivo
que incluiría también a las iglesias orientales u ortodoxas y a todas las
variantes post evangélicas con toda suerte de creencias disímiles sobre Dios,
Jesús y la vida de ultratumba.
Sin embargo, muy bien reconoce (p. 55) que el diseño
inteligente es “una interpretación filosófica de determinados datos
científicos” y el creacionismo “es el producto de una lectura fundamentalista
de los avances científicos, que no puede ser calificado sino como
pseudociencia”.
Más adelante (p. 71) admite que la evolución “fue una teoría
que nació en polémica con la religión, y más en concreto con la cristiana”.
Ciertamente en una época de fundamentalismo bíblico y aún incipiente desarrollo
científico.
En la pág. 79 dice que “(u)na de las señales más claras de
racionalidad y, por lo tanto de espiritualidad, se presenta en la evidencia de
ofrendas y entierros, actividad cultural y religiosa”. En stricto sensu, la creencia en algún tipo de vida o consciencia
después de la muerte, es señal del rechazo humano a la muerte, y la necesidad
humana de seguir existiendo de alguna manera.
Nuestro autor cita al sacerdote y físico Manuel Carreira
(pág. 116): “¿Por qué es el universo cómo es? Porque está hecho para el
hombre”. Y dice que si se cambiara alguna de las variables del universo,
“aunque fuera en un grado ínfimo, no podríamos existir” (p. 117). ¿Y qué hay
con eso? No siempre existieron nuestra especie —y todas las demás-- ni nuestro
planeta y algún día dejarán de existir. Peor aún, la creencia de que el
Universo se hizo para nosotros ha llevado a un antropocentrismo y especiecismo
contra la naturaleza y los otros animales, e incluso racismo (al considerar más
humanos a los supuestos seguidores de la verdad divina).
Es verdad que ante la vastedad del cosmos el surgimiento de
ciertos tipos de vida y luego de una de tipo inteligente es algo inusual pero
no imposible.
Arroyo, citando a Artigas (pág. 125), sostiene que “(e)l
hecho mismo de que el hombre haya podido formular algo semejante al saber
científico es una muestra patente de que no puede reducirse a materia, sino que
incluyéndola, esta materia supone un componente espiritual,…”. Evidentemente no
es capaz de aceptar que la materia cerebral evolucionada produzca pensamientos,
que nos haga capaces de ser imaginativos y creativos, de tener cultura
–incluidas la religión, el arte, la filosofía, la ciencia, etc.
En la pág. 148, dice que “(e)l problema del cientificismo no
es la ciencia, …sino su desprecio por toda otra forma de conocimiento”. En verdad,
en la diversidad de realidad humana hay toda clase de ideas y, entre ellas,
algunas postulan diversas formas de conocimiento. Pero son los resultados los
que nos determinan si nuestras ideas o conocimientos son válidos o no. Todos
tenemos derecho a pensar y creer en cualquier cosa, siempre y cuando eso no
afecte a los demás.
Es cierto que la ciencia depende de lo económico (p. 154)
como muchas otras actividades humanas, no podemos negar esa realidad. Pensemos
sino en lo que pasaría con la Iglesia si el Estado peruano dejara de
subvencionarla directamente con dinero o eliminar sus excepciones tributarias.
Afirma Arroyo (p. 155) que hay científicos que combaten la
religión con “tintes religiosos, de “cruzada”, dando como resultado una especie
de religión antireligiosa (sic)”. Quizá se refiere al fanatismo que más fácilmente
aparece en las religiones pero es cierto: con el fin de socavar la influencia
de determinada creencia en la supuesta existencia de alguna divinidad en la
esfera social algunos la han calificado de perversa (con alguna razón según la
historia pasada y reciente) creando sobre todo malestar en los creyentes de
buena fe, que sin duda existen.
En definitiva, la religión todavía goza de buena salud y
siempre habrá pretextos para mantenerla viva --no sólo existenciales sino
además materiales. No se la puede borrar de un plumazo especialmente en
regiones del mundo donde imperan la pobreza, la ignorancia y la necesidad –sobre
todo en muchos países del hemisferio Sur--, o simplemente por ser parte
fundacional de determinada sociedad de bienestar –como los EE.UU.--.
En todo caso, los creyentes y los no creyentes,
especialmente, los que tienen el privilegio de haber sido formados
académicamente, tienen que buscar puntos en común entre sí, en pro del
desarrollo humano individual y social, a favor
del respeto y tolerancia mutuos.
Terminando el libro Arroyo (p. 182) aclara que “(l)a
intención del presente texto es divulgativa”. Eso es muy cierto, pues los temas
variados del libro pueden ser más profundizados y discutidos. Nuestro autor
culpa a la “fuerte presión mediática” de la “supuesta oposición entre ciencia y
fe” que para él “no existe, ni es válida”. Pero otra vez tal disputa tiene un
origen histórico concreto y no es mera propaganda por eso.
Es evidente que la Iglesia católica se ha adaptado muy bien
a los tiempos modernos en relación al conocimiento científico, por ejemplo,
acepta la evolución de las especies y la gran explosión que dio origen al
universo que conocemos (ambas guiadas por Dios), e incluso ante las demandas de
mayor justicia social. Aún le falta permitir a sus sacerdotes y monjas
disfrutar de su sexualidad y así no contravenir el mandato bíblico de “crecer y
multiplicaos”, pero esa es otra historia.
Lima, 29 de octubre del 2018-21 de marzo del 2019.
Manuel A. Paz y Miño, Director, Revista Peruana de Filosofía Aplicada (RPFA).
Bibliografia sobre
ciencia y religión
Chuvieco, Emilio y Denis Alexander (coords.). 2012. Ciencia y Religión en el siglo XXI:
recuperar el diálogo. Madrid: Editorial Centro de Estudios Ramón Areces.
Davies, Paul. 2006. La
mente de Dios: la base científica para un mundo racional. Madrid:
McGraw-Hill.
Egloff, Pierre. 2006. Dieu,
les sciences et l'univers: L'homme interplanétaire. París: Editions L'Harmattan.
Guitton, Jean; Igor Bogdanov y Grichka Bogdanov. 1991. Dieu et la Science. París: Éditions
Grasset.
Harrison, Peter. 2010. The
Cambridge Companion to Science and Religion. Cambridge: Cambridge
University Press.
Leguizamón, Raúl O. 2014. La ciencia contra la fe. Reflexiones sobre la relación entre la
verdadera ciencia y la fe evolucionista. Guadalajara: Universidad Autónoma
de Guadalajara, 3ra. edición.
McGrath, Alister. 2016. La
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Peña Benito, Ángel. S/f. ¿La
ciencia contra la fe? Lima: Ángel Peña O.A.R.
Pérez de Laborda, Alfonso. 1980. Ciencia
y fe: historia y análisis de una relación enconada. Madrid: Marova.
Polkinghorne, John. 1998. Ciencia y teología: una introducción. Santander: Sal Terrae.
Ruiz de la Peña, Juan L. 1996. Teología de la creación. Santander: Sal Terrae.
Russell, Bertrand. 1951. Religión
y ciencia. México: Fondo de Cultura Económica.
Stenger, Victor. 2008. ¿Existe
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Barcelona: Ma Non Troppo.
Teilhard de Chardin, Pierre. 1965. Ciencia y Cristo. Madrid: Taurus.
Udías Vallina, Agustín. 2010. Ciencia y religión, dos visiones del mundo. Santander: Sal Terrae.
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