domingo, 30 de agosto de 2020

HACER FILOSOFÍA, HACER ESCUELA

José María Taramona
Bachiller en Psicología Educacional, Pontificia Universidad Católica del Perú, y Docente, Colegio Jean Le Boulch
Correo-e: josemaria_t@jlb.edu.pe

Vania Alarcón
Bachiller en Filosofía, Pontificia Universidad Católica del Perú, y Docente, Colegio Jean Le Boulch
Correo-e: valarcon@jlb.edu.pe



Resumen: En el presente artículo discutimos la posibilidad y pertinencia de la introducción de la filosofía en las escuelas peruanas. Para esto, partimos considerando el vínculo general entre la filosofía y la educación, problematizando algunas formas usuales de entender la educación. Luego, nos adentramos en el concepto de infancia en juego en esta discusión. Finalmente, esbozamos nuestra propuesta, detallando la forma que creemos la experiencia filosófica debería tomar en la escuela y el papel de los maestros en esta.
Palabras clave: filosofía; educación; infancia; escuela

Abstract: In this text we discuss the possibility and advisability of the introduction of Philosophy in the Peruvian schools. We begin by considering the general relation between philosophy and education, questioning some of the usual ways of understanding education. Then, we further explore the concept of childhood implied in this discussion. Finally, we outline our proposal, detailing the form the philosophical experience should take in school and the role of the teachers in it.
Keywords: philosophy; education; childhood; school

Según una concepción instrumental de la razón, la educación tiene que responder a fines más grandes, como el desarrollo personal de los ciudadanos -su inserción en el mercado (a través de programas de emprendimiento, por ejemplo, Junior Achievement) o preparación para etapas futuras de la vida-, y el de los países, no solo su bienestar general, sino su progreso económico. Esto no es ajeno al caso peruano: la mayoría de colegios publicita los resultados esperados de sus alumnos: el ingreso a una universidad, el desarrollo de habilidades específicas (pensamiento complejo, habilidades blandas) o algún tipo de formación técnica o en emprendimiento. Frente a esta mirada de la educación que prioriza la obtención de un set determinado de resultados, consideramos que se debería introducir la enseñanza de la filosofía en las escuelas peruanas porque implica una experiencia de cuestionamiento que creemos debería ser el eje central de la educación. La introducción de la filosofía en las escuelas públicas peruanas tiene las condiciones de ser una experiencia rica, que permita movilizar a una sociedad que, debido a su historia de inestabilidad, le tiene recelo al cuestionamiento y la reflexión.

1. Filosofía y educación
En general, la educación presupone el problema del “tipo de pensamiento y la relación con el pensamiento que se afirma cada vez que se enseña y se aprende filosofía o cualquier otra cosa” (Kohan 2011: 41). Educar es parte de ese proceso de pensamiento, de constitución de sentido, en el que además de postular ideas, hipótesis, investigar, recolectar información y experimentar, compartimos nuestros hallazgos, exponemos nuestras afirmaciones a los otros, debatimos, confirmamos cosas, las conservamos y las transmitimos, así como invalidamos otras y las descartamos. Partimos de la idea de que la relación entre filosofía y educación es necesaria, mas no jerárquica ni genealógica, sino rizomática (1) (Gaivota 2017: 30). Compartimos la afirmación kantiana de que “una educación sin filosofía se vuelve ciega y una filosofía sin educación deviene vacía”, siendo la una indispensable para la otra (Kohan y Waksman 1999: 9, 25). Esto se sostiene en que, por un lado, una educación carente de la fundamentación provista por la filosofía puede fácilmente olvidar su naturaleza, objetivo y su sentido, y, así, quedar reducida a un mero aparato metodológico, burocrático y hasta embrutecedor; por otro, una filosofía sin educación tiende al solipsismo, lo meramente analítico, pierde su dimensión de apertura al mundo y lxs otrxs (Gaivota 2017: 30-31). Si consideramos que la educación requiere una transformación, la filosofía se muestra atractiva e, incluso, indispensable para tal (Lipman 2004: 18).

La educación es (o debería ser) “el gesto de ir ‘contra el orden natural de las cosas’” (Skliar 2017: 28). Sin embargo, este cuestionamiento manifestado en preguntas y la reflexión filosófica misma no tienen que ser un mero ejercicio intelectual contemplativo, sino que llama o demanda una respuesta, mas esta no tiene que ser final y puede tener la forma de una acción (Freire y Faúndez 2003: 73). Ciertamente, estamos privilegiando el sentido de la filosofía como praxis o forma de vida antes que como labor contemplativa-académica. Estas “dos filosofías” no tienen que ser excluyentes entre sí: por el contrario, son complementarias, y, en cierta medida, su separación es una abstracción artificial. La sentencia de Sócrates, “Una vida sin examen no merece la pena ser vivida” (Apología: 38a5-6), refiere justamente a la importancia de la reflexión en todos los aspectos de la vida, y no meramente el teórico-académico. La reflexión teórica implica diferentes decisiones y acciones y, además, conlleva un interés en la transformación de la vida, aunque este aspecto práctico muchas veces ha sido dejado de lado (Santiago 2006: 25, 31). Igualmente, la misma práctica de la filosofía es educativa, ya que su ejercicio público, el cuestionamiento de los estados de cosas, dogmatismos, prejuicios, “contribuye a formar espíritus críticos” (Kohan y Waksman 1999: 3-4) -sin que este sea su fin único-.

Asimismo, consideramos importante resaltar que el vínculo entre filosofía y educación involucra a la política, en tanto la filosofía constituye una forma de poder cuestionador frente al poder afirmativo, determinante de la segunda (Kohan y Waksman 1999: 25). Por su parte, la educación es un ejercicio de desnaturalización, desfamiliarización, asombro, y, precisamente ahí reside su carácter filosófico y político (Wozniak 2013: 124-125, 129). En esta relación prima el papel del disenso, su explicitación y comprensión, la problematización y complejidad, por sobre el consenso, la armonía, la resolución y la simplicidad (Kohan y Waksman 1999: 70-71; Wozniak 2013: 134). Esto implica una capacidad de lidiar con la incertidumbre, la diversidad, el desacuerdo (Wozniak 2013: 133).

La forma tradicional de pensar en la educación la describe como un proceso que tiene que garantizar la adquisición de ciertos conocimientos, cuya dinámica consistiría en la transmisión de contenido de un maestro que sabe a un alumnado que no sabe, para lo cual sería necesaria una planificación detallada, proyección de objetivos y resultados, indicadores, criterios de evaluación, etc. Esta versión tiene una fuerte impronta del “mito moderno de la educación”, que la designa como una superación del estado de minoría de edad, heteronomía, incapacidad, la cual requiere la guía de otro sujeto ilustrado o capaz (Kohan 2011: 266). A su vez, esto nos remite a una concepción particular de la infancia, retratada como carente frente a la adultez.

Así, se privilegia el conocimiento de contenidos sobre el pensamiento reflexivo y no se considera que la transmisión de conocimientos es en sí problemática, en tanto no depende únicamente de las intenciones y planes docentes, sino que hace falta estimular cierta disposición de parte de lxs estudiantes y, aun así, es imposible pre-determinar y garantizar qué aprenderán los estudiantes en el proceso educativo. Según Kohan, la lectura tradicional de la educación ha causado su perversión, esto es, una extendida sensación de verticalidad, jerarquía, asimetría, falta de sentido, etc. (Kohan y Waksman 1999: 17).

Otra forma de entender la educación es el enfoque de competencias. Desde la década de 1990, el Perú ha pasado por una serie de transformaciones políticas y económicas que han asentado el modelo neoliberal en todo ámbito, incluyendo el sector educativo. Así, se ha instalado en un discurso que sostiene que el sentido de educar radica en el desarrollo y la consolidación de la competitividad (Cuenca 2013: 60). En este marco, se desarrolla el nuevo Currículo Nacional de Educación Básica (CN) donde se propone un modelo basado en el enfoque de competencias, entendidas como las facultades “que tiene una persona de combinar un conjunto de capacidades a fin de lograr un propósito específico en una situación determinada” (MINEDU 2017: 29). El CN, al igual que en otros diseños curriculares de la región, enfatiza que la labor de la escuela es la formación de los futuros ciudadanos que puedan actuar en una sociedad democrática (Eguren, de Belaunde y González 2019: 50-51). La ciudadanía es un objetivo a alcanzar a través de la escolarización, en vez de un principio o una condición a reconocer para acoger a todos y todas en un espacio común para realizar una tarea común (Kohan y Durán 2018: 44). De este modo, el CN define una serie de competencias cuyo desarrollo es considerado necesario para la inserción de los futuros ciudadanos no solo a la vida social, sino también al mercado de trabajo y de las empresas, buscando que sean más ‘productivos’ y más ‘exitosos’ (Perrenoud 2014: 243; Brailovsky 2019: 85-86). Así, este modelo convierte a la escuela en un medio para la consecución de fines externos a ella: formación de un determinado perfil acorde a las exigencias sociales y económicas, dejando de lado una perspectiva de formación humanista y dando lugar a prácticas educativas que terminan volviéndose una especie de entrenamiento de competencias, a fin de cuentas, una labor predominantemente técnica.

Ante este contexto, creemos que llevar la filosofía a la escuela resulta tan importante porque podría permitir una detención, una suspensión, en un contexto que prioriza una imagen del desarrollo orientada al futuro y reclama un cuestionamiento, frente a la propuesta de continuación mecánica del sistema que implica el enfoque de competencias. Nos resulta interesante pensar otros sentidos para la escuela y cuestionarnos si lo que hoy aparece como la institución de la escuela mantiene el sentido de lo escolar.  La palabra escuela tiene su origen en el griego scholê (2), que designa un tiempo libre, un tiempo no utilitario y liberado de la productividad que exigen la sociedad y la economía. Entendemos el tiempo libre como el “tiempo liberado de la carga de que todo debe tener una finalidad, un producto, un objeto” (Skliar 2017: 27-28). Así, pensamos con Masschelein y Simons que aquello que hace que una escuela sea tal tiene que ver principalmente con la suspensión de un determinado orden social desigual para la creación de un tiempo-espacio donde todos puedan acceder igualitariamente a un tiempo libre (2014: 28-30). Aquí encontramos el orden político, social, económico, nuestras historias personales, la ciencia, etc. “Lo que hace que una escuela sea una escuela y, por lo tanto, lo que hace que sea diferente de otros entornos de aprendizaje”, es justamente que sea la materialización de esta otra temporalidad, libre, intensiva, donde las desigualdades del mundo real son puestas entre paréntesis (Masschelein y Simons 2014: 31; Kohan 2009: 18, 25; 2016: 98). La escuela no es una institución o un lugar definido, es una forma simbólica, una separación de los espacios, tiempos y ocupaciones sociales (Rancière 1988: 2).

En ese sentido, la escuela no puede ser un medio para realización de otro fin externo a ella, es un medio puro, un medio sin un fin o un medio cuyo fin está en sí mismo (Masschelein y Simons 2014: 37). Por ello, se deben eliminar todo tipo de expectativas, exigencias y deberes provenientes de cualquier instancia fuera de la escuela, para así convertirla en el espacio-tiempo donde se estudie simplemente por estudiar, sin promesas de utilidad para la vida futura o externa a la escuela. Esta temporalidad intensiva se suele identificar con una apertura al presente vivo que evita la proyección al futuro (Masschelein y Simons 2014: 38), mas no implica un vacío ahistórico. Como repara Skliar, no se trata de una novedad absoluta ni un aislamiento, sino que esta detención del tiempo cronológico reconoce la historicidad, tiene memoria, pero la concibe de forma dinámica y no estática (2017: 43). En algún sentido, significa des-instrumentalizar la escuela y generar una lógica escolar que no se rija por las demandas de productividad propias de la sociedad actual, sino que sea un espacio de suspensión de lo “natural”, lo “dado” para revelarlo como construido, sedimentado, contingente, y por lo tanto, transformable.

La democratización contenida la en génesis de la escuela (3) era necesaria para que los grupos no privilegiados también puedan participar de un espacio de formación (paideia) liberado de presiones económicas, bélicas, etc. Haciendo el paralelo con la situación actual, vemos que esta necesidad se mantiene, en tanto las diferentes clases sociales todavía tienen diferentes posibilidades de uso de tiempo: ya sea porque las dificultades económicas obligan a muchos estudiantes a trabajar desde edades tempranas, asumir roles y responsabilidades de cuidado con sus hermanos, abuelos, a usar su tiempo en movilizarse entre sus hogares y lugares de estudio, o porque muchos se ven saturados con los múltiples quehaceres escolares o actividades extracurriculares. La escuela, de esta manera, debería ser una suerte de refugio de tiempo libre, el cual debería ser protegido frente a estas exigencias.

Sabemos que, muy probablemente, el sentido de lo escolar que presentamos aquí no se encuentra propiamente en las escuelas peruanas de la actualidad, que nos encontramos ante una escuela desescolarizada. Sin embargo, no pensamos que la escuela sea algo dado o acabado, ni pretendemos, tampoco, proponer una reforma total de la institución escolar. Más bien, nos gustaría pensar las posibilidades de producir ese tiempo libre en las escuelas actuales, a partir de la enseñanza de la filosofía. Kohan propone pensar la introducción de la filosofía en la escuela como un intento de restaurar la scholê, en el sentido de constituir una experiencia de pensamiento que transforme las relaciones con uno mismo, con los otros y con el mundo (Kohan en Kohan y Kennedy 2015: 215). Hacer filosofía en las escuelas permite recuperar este sentido original de la escuela y traducirlo para los tiempos actuales en tanto garantiza un espacio y tiempo de cuestionamiento y reflexión, en medio de una vida colmada por las demandas del capitalismo fuera de las clases, padres ocupados con tediosas jornadas laborales, pocos espacios de encuentro seguros y accesibles para los menores, la saturación con actividades de extensión.
Sócrates ya decía que el tiempo libre era necesario para hacer filosofía, para argumentar y dialogar sin el apremio del tiempo cronológico (Teeteto 172d-173a).

Hacer filosofía en la escuela podría ser una especie de apertura de otro espacio en el espacio y otro tiempo en el tiempo. La educación, en tanto ejercicio filosófico, es más que una relación con lo que permanece estable e inmutable, es siempre un vínculo con el devenir, con lo que es y lo que puede ser de otra manera (Bárcena 2016: 47). Esa nos lleva a una de las palabras con la que los griegos designaban el tiempo, aión, que parece mostrar cierta relación con la infancia, en tanto denota un tiempo de vida no mensurable o cuantificable y que podría remitir a un modo de ser infantil. Regresaremos al tema de la infancia y su relación con la filosofía en el siguiente punto, pero resaltamos desde ya que parece necesario el establecimiento de una experiencia temporal intensiva en el espacio escolar para esa suspensión de la que hablábamos, la cual también requiere de la filosofía como ejercicio contemplativo del pensamiento.

De esta manera, creemos que la verdadera educación requiere pensar sobre el pensamiento mismo, sus fundamentos, alternativas, sentidos, contextos (Lago 2006: 54; Gaivota 2017: 94). Pues, si entendemos el proceso educativo como un cruce de intenciones, nos asaltan las dudas: ¿cómo educamos?, ¿cómo sabemos qué se aprende efectivamente? Específicamente, en el caso de la filosofía ¿es acaso posible enseñar a pensar, inculcar, transmitir ese deseo por conocimiento propio de la misma? (Kohan 2013: 48). El hecho es que no sabemos la respuesta a estas preguntas, en eso justamente consiste “el enigma del aprender” (Kohan 2016: 70). “Entre el enseñar y el aprender hay un abismo, una distancia infinita”, al punto que uno puede pretender igualdad a la hora de enseñar, pero no garantizarla a nivel de lo aprendido (Skliar 2017: 36, 32). Tal vez, -y esta es la orientación que defendemos- si ajustamos nuestras pretensiones a la hora de pensar la educación, veremos que antes de la transmisión de contenidos específicos, soluciones finales o estáticas, o el desarrollo de un set de competencias, deberíamos concentrarnos en la transformación de la “relación con el saber”, hacia una de apertura y constante cuestionamiento (Kohan 2016: 156; Kohan y Waksman 1999: 62). Esta relación es una de búsqueda, un examen de carácter intersubjetivo, que concibe el proceso como siendo más valioso que la obtención de resultados particulares (Kohan y Waksman 1999: 3-4) (4).

2. Infancia y filosofía
Defendemos que deberían introducirse espacios de filosofía en la escuela desde la infancia temprana. La reacción general a esta propuesta es la pregunta “¿por qué hacer filosofía con niños?” La misma formulación de esta pregunta parece sugerir que los niños son algo ajeno a la filosofía, que su introducción en la infancia es artificial y requiere una justificación. Evidentemente podemos y debemos problematizarla, mas no por las razones tradicionalmente dadas, entre ellas, la dificultad de la filosofía, su lejanía respecto a los intereses de los niños, la supuesta necesidad de madurez del pensamiento complejo para su aprendizaje, etc. Todo esto, como veremos, es cuestionable y en esta sección, trataremos de ofrecer otras luces respecto a esta problemática.

Para empezar, hacer filosofía con niños no implica hacer filosofía académica, es decir, enseñarles la historia de la filosofía y el aparato conceptual, como se enseña a nivel universitario (Lipman, Sharp y Oscanyan 1992: 116; Santiago 2006: 31). Si partimos, más bien, del sentido de la filosofía como praxis, podemos argumentar, junto a Montaigne, que en tanto la filosofía implica la enseñanza de la buena vida, no puede ser enseñada a partir de una edad arbitraria, como si “sólo desde esa edad [...] importante aprender a vivir” (Kohan y Waksman 1999: 10). En este sentido, enseñar filosofía a niños no consiste necesariamente en la transmisión de contenidos, sino en la recreación de la práctica misma de la filosofía con ellos, desde sus intereses, interrogantes, reflexiones, etc., los cuales hacen vocales desde temprana edad, mostrando cierta tendencia al cuestionamiento que suele perder intensidad conforme el individuo aprende las costumbres y normas de la sociedad. Si la filosofía se ocupa de problematizar el sentido, su introducción desde la infancia podría ayudar a hacerle frente al gran problema de la sensación de carencia de sentido que plaga la experiencia escolar de la mayoría de niños. Entonces, la filosofía permitiría a los niños y adultos vinculados a su ejercicio hacer sentido de esta experiencia educativa y pensar sus posibilidades (Lipman 2016: 49; Kohan 2016: 71).

Podemos encontrar dos prejuicios opuestos, igualmente errados, respecto a la infancia y su relación con la filosofía, que nos dificultan acercarnos genuinamente al niño y su experiencia: (1) “es imposible que los chicos tengan una aproximación genuina a la filosofía” y (2) “todos los niños son filósofos por naturaleza” (Santiago 2006: 28). Desde (1) la filosofía y la infancia son contrapuestas, separados por un abismo insondable (Lipman, Sharp y Oscanyan 1992: 114). Esto parte de una concepción limitada de la filosofía, como exclusivamente académica, y de la infancia, como incapaz o, incluso, irracional: si suspendemos estos presupuestos, podemos ver su vínculo y cómo podemos ensayarlo y potenciarlo (Santiago 2006: 30-31). Desde (2), en cambio, se afirma una capacidad e interés natural en la filosofía ya presente en la infancia, cuya prueba sería la frecuencia de la pregunta por el “por qué” en esta etapa, que simbolizaría el constante asombro del niño ante el mundo, frente a la falta de curiosidad propia de la adultez (Lipman, Sharp y Oscanyan 1992: 114, 135, 137). Mas si esta capacidad e interés fueran naturales, no haría falta enseñarlos, se desarrollarían solos (Santiago 2006: 29). Si bien los niños hacen ocasionalmente preguntas filosóficas, estas no son seguidas necesariamente por reflexiones ni investigaciones filosóficas, ni precedidas por un interés específicamente filosófico, sino práctico (Santiago 2006: 32). Así, vemos que ambos extremos son desacertados, y optamos más bien por la idea de que los niños pueden ser filósofos, si ciertos estímulos y condiciones entran en juego (5) (Santiago 2006: 32).

Creemos que la infancia no designa solo una etapa cronológica de la vida, sino también una forma de experimentar la vida que nos acompaña permanentemente, que puede ser reactivada en ciertos espacios y momentos (Kohan 2009: 15). Esta se caracteriza por una vulnerabilidad, “una condición de estar afectado”, entregado al mundo y a los otros; y por ser la “condición de posibilidad de la existencia humana” (Kohan 2004: 267-268, 270, 273). No se trata de educarnos para superarla, sino recuperarla; en esto consistiría el carácter emancipador de la educación y su vínculo con la política (Kohan 2004: 275-276, 278-279). La educación pasa, entonces, por una práctica activa que requiere cierta orientación para canalizar los intereses e interrogantes de los infantes (Kohan y Waksman 1999: 8). Ha de enfocarse en la apertura de una experiencia particular presente, otorgarle a la persona “una cierta salida de sí misma en dirección al mundo” y sus posibilidades, su multiplicidad, antes que la proyección y anticipación de resultados específicos futuros (Kohan 2004: 276; 2009: 24-25; 2016: 78; Santiago 2006: 33; Kohan y Waksman 1999: 26).

3. Propuesta
La defensa de la introducción de la filosofía en la educación, y en particular, su acercamiento a la infancia puede ser cuestionada desde diferentes ángulos, por sus presupuestos y alcances. Nos alineamos con Kohan en la siguiente idea: tal vez no podemos garantizar que este ejercicio logre determinados desarrollos, que sea efectivo, mas decidimos actuar creyendo esto, apostando por su realización y asumiendo la responsabilidad correspondiente, atentos a su ejecución, reflexionando permanentemente sobre sus posibilidades y con la disposición de hacer las modificaciones necesarias (2011: 76; 170). La filosofía como ejercicio reflexivo siempre es relativa al sujeto que la ejecuta, y, en ese sentido, requiere no solo pensar al mundo y los otros, sino pensarse a uno mismo. El pensamiento no es ajeno a ninguna etapa de la vida, mas requiere cierta disposición que, precisamente, coincide con la caracterización de la infancia que hemos desarrollado. Si bien esta disposición puede ser espontánea, el punto de la propuesta es justamente aprovecharla y canalizarla, para que, al fomentar su ejercicio, no se vea cancelada por las exigencias de la sociedad y, así, la infancia se mantenga como una experiencia disponible a todos.

3.1. ¿Cómo hacer filosofía en la escuela?
Pensamos esta propuesta, inspirados en Kohan, como un modelo de composición, entre otros posibles, que requiere una atención a la ejecución particular, para hacer las adaptaciones necesarias ( 2009: 94; 2013: 23). El trabajo de pensar los aspectos teóricos de filosofía con niños y la práctica concreta en el aula debe ser una labor de ida y vuelta permanente en la formación de las docentes. “Así, si la práctica de la filosofía en la escuela ha de entenderse como una experiencia transformadora, deberíamos pensar en la formación del docente no como un entrenamiento en el uso de un programa, sino como un espacio reflexivo, en el que el docente pueda construir el sentido y la significación de su práctica” (Waksman 2004: 52). El énfasis, como en Freire, no está en la adquisición de herramientas o técnicas, sino en el ejercicio de la reflexión misma, lo cual ya contiene un potencial político, una cierta sensibilidad (Kohan y Waksman 1999: 18).

De este modo, pensamos como Cerletti que plantea que “la didáctica específica de la filosofía como didáctica aleatoria es fundamentalmente situacional. No hay una didáctica utilizable por cualquiera, en cualquier situación o momento”, ya que cualquier didáctica filosófica es susceptible a modificaciones según quien la imparte y el contexto en el que está (2015: 34). Entonces, no proponemos un método para hacer filosofía en la escuela, ya que no debe ser tomado como un modelo con una serie de prescripciones y directrices inamovibles, sino como una propuesta de referencia que marca una pauta para seguir distintos caminos. Cada experiencia particular produce efectos singulares que pueden posibilitar el ejercicio filosófico. Así, “en una experiencia de pensamiento los textos que se comparten, las preguntas que se engendran, los afectos, conceptos y mundos que se crean, no pueden ser anticipados y dependen directamente de las circunstancias, los sujetos, y contextos de cada experiencia” (Kohan 2009: 65). En ese sentido, los procesos que proponemos no son más que una guía que puede ser interesante explorar, advirtiendo de antemano que, aunque estén presentados uno tras otro, no representan una secuencia cronológica en la organización de una clase; pueden suceder uno antes que el otro o incluso darse al mismo tiempo.

3.1.1. Textualización
Para pensar es necesario un estímulo o disparador que detone la reflexión. Así, la lectura de un texto produce efectos que fuerzan el pensamiento (Kohan 2013: 24). Es cierto que a lo largo de la historia de la filosofía, e incluso desde el programa Filosofía para Niños, se ha privilegiado la lectura de textos escritos; sin embargo, se pueden utilizar distintos tipos de textos: narrativa, poesía, pinturas, canciones, fotografías, dramatizaciones corporales, juegos, etc. (Kohan 1997: 76; 2013: 24). Lo importante es lo que pueda decir el texto y que este sea sensible a la capacidad de las niñas y niños, que sea interesante, potente y tenga belleza (Kohan 2013: 24). Al elegir el texto se tiene que tener en cuenta su origen o cercanía al contexto sociocultural de los estudiantes, aunque también es cierto que hay textos que forman parte de la cultura universal, o incluso clásicos de la filosofía, que pueden resultar enriquecedores para la experiencia de pensamiento. En ese sentido, es esencial que la relación que se establece entre los lectores y el texto. Así, la experiencia de la lectura puede hacer que se generen relaciones entre el texto y otros textos o, incluso, entre el texto y las vivencias de los lectores (Kohan 2009: 79). Ahí reside la potencia del texto, en lo que puede dar lugar.

Al momento de realizar la lectura del texto, existen distintas estrategias de las que se pueden valer las maestras. Pensamos que resulta más interesante priorizar aquellas que promuevan la participación conjunta de todo el grupo, así se va incluyendo a las estudiantes en un ejercicio compartido esencial para el diálogo y la puesta en común del pensamiento. Cualquiera que fuera la estrategia utilizada por las docentes, debe buscar un equilibrio entre garantizar la comprensión del texto y promover el interés y participación para iniciar la indagación filosófica (Kohan 1997: 76). Decíamos líneas arriba que la lectura del texto produce efectos que son puntos de partida para el pensamiento, uno de estos efectos necesarios para hacer filosofía es el asombro. Podríamos pensar, como Wittgenstein, que asombrarse ante la existencia del mundo es aquella experiencia de ver el mundo como un milagro, de ver aquello que se ve como si se viera por primera vez, un extrañamiento ante la absoluta novedad (1969: 10). Pero no se trata de ninguna manera de un asombro en la pasividad, de una curiosidad débil, sino de aquel que pueda potenciar la inquietud en una indagación que movilice el pensamiento (Cerletti y Kohan 1996: 58-61). En algún sentido, es ese asombro lo que se produce ante la vivencia de un texto y que posibilita la curiosidad de indagar qué otros sentidos se pueden buscar a partir de este, que a su vez puedan generar otras preguntas.

3.1.2. Problematización
Tanto Platón en el Teeteto como Aristóteles en la Metafísica señalan que el inicio de la filosofía está en el asombro, la admiración, el sobrecogimiento que sentimos al contemplar el mundo (Metafísica I,1, 980a; Teeteto 155d). Este asombro sirve a los filósofos como un impulso hacia la constitución de sentido o conocimiento, y es traducido en preguntas que orientan su  búsqueda. Así, podríamos decir que la historia de la filosofía gira alrededor de ciertas preguntas (Berti 2007: 130), que Kant ha resumido en las siguientes:  ¿qué es el hombre?, ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo esperar? (A885 [B833]).
En el mismo sentido, hacer filosofía en la escuela requiere que se de un espacio central a la pregunta. A partir del texto compartido, es importante que los estudiantes formulen preguntas, y así encuentren problemas que los afecten para poder pensar en comunidad (Kohan 2013: 24). De esta forma, aquí se definen los temas a abordar a partir del interés de los estudiantes, ya que se requiere un vínculo con el asunto que se va poner en discusión si se busca comprometerlos en un diálogo filosófico significativo para sí mismos (Kohan 1997: 77). Ese compromiso también se hace necesario al hacerse preguntas, pues compromete al sujeto existencialmente y pone en cuestión aquello que daba por sentado, trastoca su relación con el saber y, por eso, más que un preguntar es un preguntarse (Kohan 2009: 66, Guerci de Siufi 2009: 434). Aquí no importa tanto si las preguntas son filosóficas o no, importa más la forma de relación que se establece con ellas, de manera que posibiliten percibir y ampliar los propios horizontes, percatarse de los límites y hallar formas distintas de mirar (Kohan 2009: 66; 2019: 33). De tal forma, diríamos que “las mismas preguntas pueden ser aproximadas de forma filosófica o no filosófica; con preguntas altamente filosóficas en la letra podemos mantener relaciones pobres de significado y sentido” (Kohan 2009: 66). Podríamos también definir el carácter filosófico del preguntar según la respuesta que se busca, es decir, lo que haría filosófico el ejercicio de interrogación es la intencionalidad de quien se pregunta, más que la pregunta en sí misma (Cerletti 2008a: 23). Esa intencionalidad de la pregunta filosófica aspira a un saber sin supuestos, pero como aquello es imposible, se convierte en una búsqueda e interrogación permanente.
De este modo, que una clase de filosofía potencie, amplíe y diversifique las preguntas, que estas persisten más allá del final de la clase, es un indicador de la intensidad de la experiencia del pensar (Kohan 2009: 66). En ese sentido, para practicar filosofía en la escuela se precisa dar una atención especial a la inquietud, sensibilidad y el cuidado por la pregunta (Larrosa 2003: 564). Finalmente, pensamos que el ejercicio de preguntarse traza el inicio de uno o muchos caminos, permitiendo que la clase de filosofía se convierta en una búsqueda en el pensamiento, donde se suspende aquello que se cree saber y se genera una apertura hacia nuevos sentidos.

3.1.3. Diálogo
Cuando se tienen muchas preguntas, el diálogo es una forma de expresar estos cuestionamientos para empezar a pensar en conjunto algún problema. Ya lo habíamos dicho, concebimos la práctica filosófica en la escuela como una actividad predominantemente colectiva, la cual se materializa en el diálogo. En el diálogo se busca que las estudiantes expresen sus ideas, las argumenten y escuchen también lo que los otros tienen que decir. Hacer filosofía requiere pensar con otros, lo que no puede darse sin diálogo, incluso cuando la reflexión fuera individual, para que fuera una reflexión filosófica se necesita ‘dialogar’ con uno mismo o con un texto, volviendo el pensamiento una especie de ‘diálogo interiorizado’ (Salazar Bondy 1995: 117; Santiago 2006: 45-46). Esa puesta en común que permite el diálogo, torna público el pensamiento y posibilita compartir la búsqueda del saber. Esta actividad conjunta se caracteriza por los siguientes elementos: es un movimiento que precisa de preguntas y respuestas que potencien la búsqueda, es un ejercicio de conversación acerca de un interés común y es una experiencia de pensamiento compartida con otros a través del lenguaje (Gomes 2017: 83).

Al intercambiar sus posturas y fundamentos con respecto a ideas y cuestiones filosóficas se genera un examen de los supuestos y consecuencias de las ideas planteadas, promoviendo un ejercicio constante de contrastar y valorar las razones, convirtiendo la discusión filosófica en el reino de los “por qué” (Kohan 1997:  80). En el diálogo pueden surgir ideas, hipótesis y problemas, que en algunos casos resultan fortalecidos y en otros son descartados, incluso otras veces quedan planteadas a la espera de ser analizadas y puestas a prueba con mayor detenimiento (Santiago 2006: 128). Durante este ejercicio, la maestra tiene que promover una participación amplia y compartida, cuidando las condiciones para el diálogo colaborativo y poniendo atención en que lo que se pone en juego; más allá de las ideas, también es la manera de abordarlas (Kohan 2013: 25). Pensamos que este ejercicio dialógico debe partir de una condición de igualdad, de concebir que todos y todas quienes participan en este tienen la misma capacidad para pensar, para generar una experiencia de atención e interés que permita compartir desde una posición horizontal sobre aquello que todavía no se sabe (Gomes 2017: 69). Por último, el diálogo filosófico es una especie de encuentro, en el sentido de que reúne o junta a un grupo de personas en torno al pensamiento, pero también en un sentido etimológico de la palabra de ir en-contra (del latín in contra), de poner frente a frente las ideas o de pensar de otra manera, contra lo establecido.

3.2. El rol de la maestra
Reconocemos que el aprendizaje de los estudiantes está íntimamente relacionado no solo al discurso de los maestros, sino sus acciones y comportamiento, que funcionan como fuente de motivación (Lipman 2004: 14, 133). Si los maestros no filosofan ellos mismos, no podrán propiciar la filosofía en sus estudiantes (Salazar Bondy 1995: 47; Kohan 2009: 81). Entonces, para asegurar el ejercicio filosófico es necesario involucrar a los maestros en el mismo, sus principios y normas, que vean sus alcances transformativos, etc. (Lipman, Sharp y Oscanyan 1992: 120-121). Siguiendo a Deleuze, el rol del docente no se reduce a la educación del otro, sino que es un proceso autorreflexivo y autotransformador, un “tornarse niño a través del acto de educar” (en Kohan 2004: 283).

Si la discusión filosófica se concibe como una práctica transformadora de la totalidad del aparato escolar y no se restringe a una materia, no se requiere profesores exclusivamente de filosofía, sino es necesario que los maestros de grado se encarguen de problematizar la transferencia de saberes y habilidades de un área a otra (Waksman 2004: 43). De este modo, esperamos que el acercamiento de los maestros a la filosofía propicie una serie de movimientos que les permitan pensar en ellos mismos y en su práctica pedagógica, posibilitando un cuestionamiento que repercuta en una enseñanza más crítica de las otras materias del currículum y otorgarle sentido a lo que hacen día a día. Los maestros de filosofía deberían tener autonomía para decidir con qué materiales y cómo trabajar, y pueden también problematizar otros textos y encontrar cuestiones filosóficas no solamente en aquellos materiales que fueron diseñados específicamente con el fin de enseñar filosofía. Además, deberían ser capaces de componer sus propios ejercicios filosóficos y planes de discusión (Waksman 2004: 53).

Consideramos que el trabajo de los docentes en la reflexión de sus propias prácticas es crucial para el ejercicio de su profesión, pero no es un trabajo que se pueda dar en solitario y, así como planteamos que las experiencias de pensamiento filosófico con los alumnos deben darse en comunidad, pensamos lo mismo de los espacios de reflexión de la práctica pedagógica. Además, pensamos con Freire que este cuestionamiento no puede darse en un nivel meramente intelectual, requiere de un intento serio de reflexión colectiva y un diálogo crítico con los otros para que pueda convertirse en praxis: “estamos convencidos de que la reflexión, si es verdadera reflexión, conduce a la práctica” (Freire 2018: 67). De esta forma, buscamos crear espacios donde podamos trabajar junto con los docentes, donde puedan compartir con otros docentes y problematizar su relación con los otros y el mundo. Estos espacios de intercambio con y entre los docentes permiten hacer de la enseñanza un proceso conjunto, ya que pensamos como Deleuze que “no aprendemos nada con aquel que nos dice: ‘haz como yo’. Nuestros únicos maestros son aquellos que nos dicen: ‘haz junto conmigo’, y que, en lugar de proponernos gestos que debemos reproducir, supieron emitir signos susceptibles de desarrollarse en lo heterogéneo” (Deleuze 2017: 52).
Contra la objeción que sugiere que esta propuesta iguala el estatus de profesores y alumnos, señalamos que si bien no se los reduce a la diada conocimiento-ignorancia, los profesores siempre cumplen un papel orientador, facilitador, que resalta cuando el diálogo se ve frenado o cuando hay confusiones o malentendidos. Se reconoce que hay que mantenerse siempre atentos ante el riesgo de que la comunidad de investigación se vuelva un dispositivo ideológico, orientado por las creencias individuales del docente (Lipman, Sharp y Oscanyan 1992: 168). Para contrarrestarlo, los docentes deben involucrarse en el diálogo sin presuponer la superioridad de sus afirmaciones, sino haciéndolas vulnerables al cuestionamiento de los otros, sin orientar la discusión a consensos que se alinean con sus ideas, sino siempre escuchando a los estudiantes y motivando que sigan sus propios caminos (Lipman, Sharp y Oscanyan 1992: 118-120).

4. Finalmente… ¿Para qué hacer filosofía en la escuela?
Pareciera ser la pregunta que urge responder (más que formular) en estos tiempos. Y cabría preguntarse entonces a qué remite ese 'para qué'. Nos parece interesante explorar los caminos que se abren tras esa pregunta en tanto ella cuestiona el valor o el sentido de la filosofía en la escuela, algo de lo que hemos intentado dar cuenta a partir de pensar la filosofía como una experiencia (trans)formadora que produce un tiempo-espacio de intensidad donde pueda asomarse la escuela (scholê). Aquí solo hemos ensayado algunas ideas preliminares, pero es justamente ese ejercicio de pensar filosóficamente la educación el que puede habilitar otros sentidos. Existe otra manera de preguntar 'para qué' que no nos resulta tan interesante, aquella que clama por la finalidad, objetivo o utilidad de algo. No vamos a profundizar en ello, mas proponemos otra pregunta: ¿por qué hacer filosofía en la escuela? Y respondemos: porque es posible. Probablemente parece una respuesta trivial, pero a su vez abre nuevos desafíos y devuelve la pregunta sobre la posibilidad de realización (Cerletti 2008b: 29), dejando lugar a un ejercicio personal de reflexión para quien se aventure en los caminos de hacer filosofía en la escuela. Esa posibilidad abre el espacio para pensar la escuela y relacionarse  con los saberes de otra manera, y no solamente reproducir un modo de ser de las cosas. Hacer filosofía en/con la escuela es un ejercicio crítico, pero a su vez creativo. Así, creemos que la reflexión sobre la introducción de la filosofía en la escuela no cierra la discusión con el esbozo de los objetivos a lograr y resultados esperados, sino que nos abre a la pregunta: ¿qué posibilidades crea el encuentro de la filosofía y la escuela?

Notas
1. Para Deleuze y Guattari lo rizomático es aquello que no se deja reducir ni a lo uno ni a lo múltiple, tiene direcciones cambiantes, no tiene inicio ni fin, sino un medio por el que crece y desborda, y cada punto tiene conexión con cualquier otro (2002: 12-15). En ese sentido, la relación entre filosofía y educación presenta distintos puntos que se conectan entre sí y a la vez se generan líneas de fuga en múltiples direcciones.
2. “σxολή (scholè): tiempo libre, descanso, demora, estudio, conversación, aula, escuela, edificio escolar” (Masschelein y Simons 2014: 27). Siguiendo esta línea, pensamos la escuela como un espacio de suspensión de la temporalidad cronológica y sus exigencias orientadas a la productividad, una suspensión, en general, de lo “natural” para revelarlo como construido, sedimentado, contingente, y por lo tanto, transformable.
3.  “la escuela ofreció tiempo libre [...] a quienes por su nacimiento y por su lugar en la sociedad [...] no tenían derecho a reivindicarlo. [...] por lo tanto, la invención de la escuela puede describirse como la democratización del tiempo libre” (Masschelein y Simons 2014: 28).
4.  De ahí que sea usual que en las experiencias de educación en filosofía en escuelas sea difícil identificar el contenido aprendido, aun cuando hay un amplio reconocimiento del acontecimiento de un aprendizaje, una transformación (Wozniak 2013: 135).
5.  Entre ellas, un espacio temporal y físico, un ejercicio frecuente, la expresión de las propias ideas y apertura a ideas ajenas, el intercambio cuestionador, etc. (Santiago 2006: 47).


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