sábado, 2 de mayo de 2020

METAFÍSICA DEL VIRUS CORONA: EL NÚMERO QUE NO PUEDE SER ENTENDIDO

THE METAPHYSICS OF CORONAVIRUS: THE NUMBER THAT CANNOT BE UNDERSTOOD

Víctor Samuel Rivera Dr. en Filosofía, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, y Docente, Universidad Nacional Federico Villarreal
Correo-e: victorsamrivera@gmail.com


Resumen: Esta contribución intenta un acercamiento al fenómeno de la pandemia del virus Corona desde el patrón de discurso de la hermenéutica filosófica, en particular desde la ontología de la actualidad inaugurada por Gianni Vattimo. El texto parte de la evidencia de la pandemia como un evento o ser acontecido que instala un mundo político. Con el empleo de una estrategia constructivista, el trabajo emplea como referencia tanto la ontología heideggeriana como la metafísica de las emociones políticas de Descartes. El texto culmina diagnosticando en la experiencia de la pandemia una oportunidad de rehabilitación de la filosofía política dentro de un universo de pensamiento único.

Palabras clave: Coronavirus, evento, hermenéutica, metafísica, ontología de la actualidad.

Abstract: This contribution attempts an approach to the phenomenon of the Corona virus pandemic from the discourse pattern of philosophical hermeneutics, in particular from the ontology of social events inaugurated by Gianni Vattimo. The text starts from the evidence of the pandemic as a event or being occurred that installs a political world. Using a constructivist strategy, this paper uses both Heidegger's ontology and Descartes's metaphysics of political emotions as a reference. The text ends by diagnosing in the experience of the pandemic an opportunity for the rehabilitation of political philosophy within a unique universe of thought.

Keywords: Coronavirus, event, hermeneutics, metaphysics, ontology of social events.

Un prólogo para el que quizá no comprenda
Escribo este texto porque me angustia, encerrado como estoy en la suerte de la humanidad, algo que no comprendo, y que creo firmemente quizá nadie comprenda. Escribo esto en el momento de la peste universal, el momento del Coronavirus; la peste lleva asolando al mundo varias semanas, desde que los trabajadores chinos en Lombardía la llevaron a Italia. En este mismo instante en que termino de revisar este escrito puede contarse 250 mil personas muertas; el número de infectados con un destino incierto se cuenta ya por millones.

A sabiendas de que varios colegas en todo el mundo creen ya entrever como profetas el fin del capitalismo, otros el inicio del comunismo global, aquí y allá una pizca de esto y otra de aquello, sea permitido aquí hablar en grande de algo cumplido, que no es profecía ni adivinanza sino una mera constatación: Un número metafísico habla del Ser acontecido. Si el mundo del futuro habrá de ser otro que el conocido, sea cual fuere ese mundo, será en la medida en que, allí donde todas las certezas estaban admitidas, en un mundo conceptual donde daba todo lo mismo y una sociedad transparente parecía descansar en un diálogo banal, de pronto, de la nada, de allí de donde todos somos venidos, el evento que parecía esperar yo solo, aconteció.

A un cierto segmento tozudo de la humanidad de hasta hace unas semanas el nihilismo liberal, el ciego camino del rebaño en la opinión infinita y el consumo estúpido nada les dijo la caída de las Torres gemelas, ni la crisis del 2008 ni, en general, nada, pues negaban que el evento fuese posible. Que cuando la nada toca, no toca nada. Ninguna experiencia que agitase el mundo de las opiniones banales, del idiotismo de las redes sociales y de los consensos racionales guiados por el mercado pudo antes perturbar lo que un colega compatriota llamó hace pocos años “la marcha triunfal del liberalismo en el mundo entero”.

Los invisibles llamaban a la puerta, y los filósofos, al abrir, no veían nunca llegar a nadie. Si nadie de este mundo llama, ¿cómo podría, ciertamente, acontecer que llaman? Pensaron, pues, que si algo de la nada venía, nada era, esto en un mundo donde lo más terrible que acontece es que nada. Y henos aquí, la nada afirma en el umbral de la puerta, aconteciendo desde sí misma a uno y otro golpe y otro: “No me ven, pero igual me temen”.

He escrito de pasada para otros temas que los números sociales pueden a veces ser metafísicos, es decir, de interés propio de los filósofos. Ocurre cuando, por razones sobre las que espero dar algunos a alcances luego, los números que en cada caso se agregan son capaces de remitir a algo más que a meras cifras matemáticas, es decir, a algo más allá de sí mismos; entonces los números se hacen analogías, íconos a través de los cuales se es remitido desde la experiencia del contar a una realidad de la cual estos se muestran evidencia y signo. En efecto, el número que se cuenta habla de una magnitud que describe de un modo imperceptible los sentimientos que su propio número termina significando. Si hoy los muertos fuesen, por ejemplo, 150 mil, y pasaran en dos días a la cifra de 175 mil, la experiencia de la suma comporta una sensación sobrecogedora ante algo significado; uno más, cien más, quinientos más. Hasta uno más, incluso uno que (todavía)/ no hubiera muerto, sobrecogería por el mero hecho de poder ser contado en el número.

La acción de contar en este tiempo de la peste universal, y de añadir cada día, cada hora, incluso cada instante más y más, uno más, o incluso uno menos, todo ello resulta metafísico en el sentido mismo en que parece hoy impopular hablar de metafísico, al extremo de haberse considerado esta época en Alemania reciente como “posmetafísica”.

Es algún sentido, la época pos/metafísica y el discurso pos/metafísico son el contexto de esta experiencia metafísica, por lo cual sobrecogerse una y otra vez metafísicamente subraya con mayor énfasis el mundo que acontece cuando se cuenta, y se agrega y se calcula sobre todo esto relativo a la peste; padecemos en esto el estremecimiento de constatar el número; una vez, otra y otra y la siguiente, el número que se manifiesta y cambia y a la vez es el mismo que se suma (o se resta), y acontece en cada caso a la vez que estremece y conmueve al que cuenta hipnóticamente, con un extraño afán de saber que es incesantemente frustrado, pues no termina, pero que acompañará a la humanidad posterior, incluso a la de nosotros mismos, cuando no pueda sumarse más.

Quizá hablar de metafísica respecto de una peste, dirigiéndose este texto al lector más general, sea sin embargo bastante más útil de lo que parece. Para quien sea lector de este texto y se considere a sí mismo además, filósofo, le recuerdo como Martin Heidegger usaba “metafísico” en el mismo sentido que aquí. Esto es manifiesto en el capítulo inicial de su Introducción a la metafísica, de 1936. Heidegger decía entonces de Alemania que era “metafísica”, que había algo metafísico en Alemania que hacía digna a esa nación el ser referida en el capítulo I de unas lecciones sobre metafísica, que es como citar a Platón o Parménides en el libro Alfa de la Metafísica, cosa que Aristóteles hizo.

En efecto, respecto de la geopolítica de Alemania, Heidegger afirmó que esta nación, por hallarse en el centro de Europa, entre dos potencias adversas, hacía de los alemanes “un pueblo metafísico”. Creo que el lector de ese texto comprende que “metafísico” se refiere básicamente a dos precisiones: A que los alemanes de 1936 constituían una clave para una interpretación política de Europa, al hecho añadido de que su posición así comprendida generaba una alta expectativa histórica y social. Se trata de la descripción de algo en la medida en que hay unos sentimientos de compromiso histórico y social que le otorgan un rango central, como nudo del sentido de una época, algo que nietzscheanamente se llama “destino”; dice Heidegger literalmente: “en relación con el destino del Ser”.

Si se ha tenido una buena “introducción a la metafísica”, como la de Heidegger, por ejemplo, puede entenderse cómo así un pueblo es o puede ser metafísico, o como lo es un número, o podría serlo. Se trata en ambos casos de algo que el número o el pueblo ponen de manifiesto, lo cual a su vez habla de lo que el pueblo o el número son experiencia metafísica. Sea permitido un paréntesis sobre los que ven al partido Nacional Socialista Obrero de Alemania siempre que uno desea explicar algo que, característicamente, no puede ser comprendido.

El lector debe asociar su propia ansiosa actitud de estar al tanto, esto es, de ir averiguando a cada instante cómo así van los muertos de la peste universal con la idea de cómo así es posible la experiencia de un pueblo metafísico. De un número metafísico se espera algo más que una mera cifra con la que quedarse tranquilos al fin, por así decirlo.

No tengo la menor duda de que Heidegger no tenía en cuenta al pueblo de Alemania como un mero pueblo, como una agrupación determinada de ciudadanos que pagan impuestos y que, básicamente, nacen, se reproducen y se mueren cada vez estadísticamente, sino en cuanto la experiencia de ese pueblo como metafísico sugiere algo más que estar ubicado aquí o allí y aparecer o desaparecer estadísticamente, algo que bien puede ser dicho de las víctimas de la peste universal también en tanto las contamos.

En gran medida eso metafísico acontece en el tiempo, dentro del horizonte donde viven los hombres, en el mundo de los hombres, para usar una expresión de Michel Foucault, allí donde lo que convoca la atención o el interés acontece y se exhibe como desde un marco. Se está al tanto y hay lo metafísico de lo que se cuenta en un mundo de los hombres.

Heidegger usó “metafísico” en una lección sobre metafísica a sabiendas de que esa expresión estaba degradada de modo especial entre los filósofos de su tiempo, que en cierta medida ya se consideraban ellos mismos pos/metafísicos y nunca hubieran pensado en la metafísica sino como algo pasado y obsoleto. Eran los malos amigos de la razón, los cientificistas. Rudolf Carnap, uno de ellos, escribió un famoso ensayo contra Heidegger que se titulaba La superación de la metafísica por el análisis del lenguaje. Dice allí que no se puede saber de lo que se dice metafísico pues, para resumir la argumentación del texto al uso, la experiencia de algo metafísico parece ser el resultado de una especie de confusión mental, que lindaría entre lo patológico y lo idiota.

Responderemos a todo Carnap como hiciera Inmanuel Kant en otro contexto: Si usted que lee reconoce la expectativa de estar al tanto del número de la muerte en la epidemia sobre la cual escribo, si reconoce en usted mismo el estar al tanto tanto como el número, no podría tomarse en serio a ninguna persona que, con algún malabar mental o lingüístico o lógico, quisiera concluir que lo que usted hace y se opera en cada caso al estar al tanto y contar el número fuera solo una confusión.

Si usted lector cree que hay algo significativo e incluso real al contar los muertos, si no es un puro nerviosismo contar con expectativa uno a uno cada vez, y es sobrecogido contando, usted tiene una experiencia metafísica. El tema ahora es si esta puede o no ser comprendida.
Heidegger sabía de quienes objetaban que hubiera a través de algo banal la posibilidad de pensar algo no banal, que remitiese a algo más allá y que justificara los sentimientos que acompañan a algo como estar contando el número; no ignoraba para nada la chacota de Carnap.

El positivismo cientificista le dijo a la humanidad que solo valía la pena lo que podía ser objeto de ciencia, lo que podía ser comprendido como parte del arsenal de la inteligencia humana, o lo que a este le correspondía, pasando a la conclusión de que si alguna vez algo había nuevo que causara el interés, valía la pena solo si podía ser comprendido por la ciencia, o algo como la ciencia. Esta manera de enfocar las cosas fue tan exitosa que buena parte de lo que se consideró filosófico en ese periodo, incluso hasta el desenlace de la Segunda Gran Guerra, estaba relacionado con auténticas o presuntas documentaciones de datos científicos.

La sociología, la psicología social, incluso la ciencia jurídica y política y aun la historia disputaban este delirio de haber finalmente comprendido, como había dicho Kant también en otro contexto, sin duda el precedente grandioso de ese triste legado en cuyo marco Heidegger dijo “pueblo metafísico”, de haberse incorporado “al camino seguro de la ciencia”.

Me sea perdonada cada vez y siempre en este texto pandémico la circunstancia de escribir citando de memoria. Y sea concedido también, en un primer alcance, que hay algo metafísico en números sociales como los de la actual epidemia universal. Que no es solo que los números sean grandes, en el sentido de que tengan muchos ceros a la derecha por cada cifra, pues es notorio que el número de muertos humanos cada día en la Tierra es con mucho inmensamente grande, solo que a nadie se le ocurre iniciar su escrutinio.

Es obvio que el número de muertes o de infecciones por diversos tipos de cáncer o por accidentes e incluso por cosas tan humanas como las guerras o las acciones criminales no son contadas en el sentido en que tan solo el siguiente deceso en la lista de la peste universal se sume, sea sumado y uno pueda siquiera pronunciar el número, que ahora será nuevo con el nuevo añadido, un hombre anónimo, sin embargo, que murió sin estar enterado de su significado. Sea para alguien que dedicó mucho de su tiempo al pensamiento de René Descartes permitido ahora precisar algo más sobre la experiencia de la peste universal recurriendo a la obra y las cartas de este autor francés del siglo XVII.

Meditando con Descartes, por así decirlo
Coronavirus. Hoy mismo pueden contarse ya más de tres millones de contagiados y, digamos, unos veinticinco mil muertos solo en Nueva York. Somos sobrecogidos por algo metafísico en el número. La experiencia de eso metafísico, aquello por lo cual estamos interesados en operar actividades como revisar cada vez, cada mañana, el número de los que se infectan y se mueren, afecta hasta en el caso de los que incluso no se infectan ni se mueren, en caso de ser contados. En este sentido, el acto de contar, de sumar uno y otro, es idéntico al acontecer; este acontecer del evento cada vez sobrecoge, y es así un acontecer metafísico.

En lo metafísico que es manifiesto en los sentimientos relativos al número (social) que se cuenta, los efectos del virus, como una experiencia humana, cuentan que en cada caso acontece el número (tal y tal) y que, por lo mismo, lo que se está contando se instala en un marco histórico, dentro del cual el número, para decirlo de alguna manera, alcanza una resonancia.

Hubo un número antes, habrá quizá otro después. Renato Descartes, en las Pasiones del alma, coloca sentimientos como los aludidos precedentemente que bien podríamos poner aquí bajo el rótulo de sobrecogimiento; este sentir que cada vez tal y tal es como de entre los sentimientos más originarios y primeros que se tienen.

El lector posiblemente puede reconocer en cada acontecimiento de sumar (este y no otro número) una dosis alta de temor que se agrega, el sentimiento que predomina cuando acontece que se cuenta es una suerte de fascinación por acontecer uno mismo en el número. Uno se siente apropiado (“cogido”) a la vez que se admira, pues uno cree descubrirse a sí mismo en ese número mismo que se apodera de uno, esto siendo el temor y la fascinación propios, pues en uno, del número; se trata de un sentimiento de admiración de saberse situado por lo que se experimenta. Insensiblemente, esto es, sin haberse percatado, el número está cada vez diciendo algo que al contarse se cuenta de uno mismo.

Estoy frente a la computadora, viendo una composición relativa a la peste universal de la que quiero descansar. Y entonces abro la pestaña de la línea de internet. Veo allí el conteo en tiempo real de los muertos e infectados en el mundo, su procedencia, incluso su bandera nacional, en una escala que lleva del muerto de la magnitud mayor al muerto del país más pequeño. Cuento entonces que uno más, y de pronto otro, y otro más.

No es difícil notar que, a la misma vez que se cuenta, de alguna manera cada uno de los contados cuenta también para uno mismo, como una suerte de logro pasivo; cada uno nuevo y nuevo nuevamente aparece en calidad de ser de lo que se admira, de ser fuente originaria de algo que no estaba ni era esperado como fuese y que, sin embargo, es lo que se desea saber cuando es acontecido. Uno tiene “pasiones” en los sentimientos porque se es en cada caso afectado. Y uno comprende que, mientras lo siente, mientras siente el número en cada instante reconocido, no puede evitar pensarse que este procede de un agente que no es nunca el mismo que siente, del mismo modo que no lo es incluso el que es contado, el muerto mismo, cuyo nombre e identidad manifiestamente no cuentan.

Descartes hizo metafísica de la vida humana quizá tanto como de la no vida humana, de la inerte existencia espacial. También lo hizo de la vida no humana, que es la del pensamiento en tanto no es la actividad de un hombre, si es que tal cosa existe. Hizo metafísica del cuerpo, que daba por inerte cosa arrojada. Hizo del pensamiento lo mismo, como de una vida no humana, negando que la racionalidad, una inteligencia que se mueve en el tiempo para calcular fuese cosa del hombre, pues no le parecía muy sabio creer que fuese un hombre quien tuviera acceso a la razón. Hizo también metafísica del que siente, pensando de ese que era un hombre, y le dedicó esa metafísica a las mujeres.

De los tres discursos de metafísica, nos interesa el de la metafísica de la vida humana, cuando se ocupa del hombre como un ser que, siendo inteligente (y comprende), a la vez se percibe y siente; tiene pensamiento de sí mismo como algo que se siente a sí mismo, y que se reconoce a su vez y reconoce algo en sentimientos que sabe sin diferencia que no son generados por él, que llamaba por eso “pasiones”, palabra derivada del verbo latino patior, que se usa en voz pasiva, y que significa ser afectado en cada caso por intervención de otro. El filósofo trata de esto, como hemos adelantado ya, en las Pasiones del alma, aunque también largamente en su correspondencia con las (sus dos) grandes mujeres platónicas, la Reina Cristina de Suecia y la Princesa Isabel de Bohemia, ambas un par de almodovarianas mujeres nerviosas.

Descartes describe en las cartas y en las Pasiones la experiencia de la que no hay duda es propiamente humana: al efecto compuso una especie de metafísica chiquita relativa al orden de las razones que hacen posible el acceso a lo que es el hombre sobre la base de lo que se experimenta como propio en sus sentimientos, es decir, como suyo y sí mismo procediendo de otro.

Descartes sostuvo en una de las cartas a las almodovarianas que razonar a partir de los sentimientos que uno experimenta es tan cierto y digno de confianza como los razonamientos metafísicos, es decir, los que se hace desde lo que he llamado arriba la vida no humana, que el autor refería, entre otras cosas, al pensamiento sobre sí mismo como un no humano.

Le aseguró a la princesa Isabel de Bohemia, que deseaba hacer metafísica y mostraba el talento que antes le hubiera mostrado Antoine Arnauld sobre esos temas, que la certeza y la evidencia de los sentimientos que se experimenta en las pasiones es la misma que la de las cosas metafísicas; si se permite esta inferencia, lo que implica que son metafísicas también en esa medida las reflexiones en torno a la experiencia de los sentimientos, algo caro a una mujer almodovariana, como fueron sin duda las mujeres de Descartes. Del ser que puede ser pensado sin tener sentimientos: De esto último podremos olvidarnos, le decía a la princesa de Bohemia, ya que con los sentimientos humanos hay igual evidencia, pero una indudable mucha mayor utilidad. De hecho (argumentaba en otra parte), solo llamamos pasiones a las emociones o sentimientos cuando son tan intensos que no puede dudarse de lo que en cada caso es experimentado.

Para entretenimiento de una mujer aldomovariana, en el umbral de un ataque de nervios y que conocía bien la nota característica de la pasión: la alteración del alma por la intensidad del sentimiento, compuso, pues, las Pasiones. Para que un pensamiento sobre sí sea metafísico lo importante para Descartes no era que fuese ajeno al sentimiento, sino solo ajeno a la duda. Una persona muy alterada por sus emociones, como lo eran las grandes mujeres, tenía con seguridad tipo de experiencias reservadas a personas que son grandes en sus alteraciones. Nos sea permitido después de este paseo cartesiano, cerrar el documento en la computadora y volver a poner la atención en el número que acontece ahora en la pestaña que nos lleva a contar los afectados.

Las Pasiones contiene un catálogo de sentimientos que son en cada caso tipos de experiencia en que tiene lugar el otro o lo que es en cada caso otro. Un filósofo muy atento podría reconocer en los sentimientos que expone Descartes un tratado de categorías relativas al ser que tiene sentimientos, como nosotros, por ejemplo, frente al contar el número de la peste. El lector no filósofo debe saber que Aristóteles hizo un libro que se titula Categorías también con la intención de establecer los modos del ser en relación con la experiencia anterior y más originaria, algo que Descartes y sus lectoras debían recordar. Como todo catálogo de categorías, Descartes coloca en primer rango a las que hacen posibles a las demás, en este caso, los sentimientos que acompañan las experiencias más fundamentales.

Como se trata aquí no de meras cosas que son, que podrían ser contadas indiferentemente, sino de cosas que acontecen, que llegan a ser conforme son contadas o tomadas en cuenta, en este caso el número que en cada caso se va contando, los sentimientos que hacen posibles los demás hacen referencia a lo acontecido más antiguo, o primero, o precedente, aquel que como acontecido viene no precedido de algo, sino de su nada. Como no se desea citar ni hacer exégesis para los eruditos, confíe el lector en la motivación del que redacta, pues cuenta lo que el lector cuenta.

Lo que es primero o más originario en el orden de la experiencia de sentimientos se relaciona con lo que, a falta de vocabulario, llamaremos su aspecto im/ precedente. Me permito colocar una cita del numeral 53 de las Pasiones:

"Cuando el primer encuentro con algún objeto nos sorprende, porque lo creemos nuevo, o muy diferente de lo que conocíamos antes, o bien de cómo suponíamos debía ser, lo admiramos y nos asombramos ante él” .

Descartes asignaba unos sentimientos especiales a lo im/ precedente, es decir, a lo que es experimentado en sentimientos relacionados con lo que resulta en cada caso primero o nuevo. Es interesante observar que la experiencia de lo nuevo, acompañada por admiración, es fundante respecto de todo otro sentimiento posible porque es relativo al acontecimiento o evento.

La admiración, algo que quizá algo artificialmente hemos denominado antes sobrecogimiento, se descubre como tal porque es la pasión de lo que es por primera vez, o que si ya era, tiene en su encuentro la carga de la novedad. Nos interesa aquí el detalle de que lo que es nuevo y acontece como nuevo admira por este carácter im/ precedente. Esta im/ precedencia es acontecer en un sentido último, pues tiene como antecedente a la nada.

Por esta ocasión podemos conformarnos con decir una nada. No es la ausencia de algo lo que lo precede esta nada, pues eso no hace posible el acontecer, es la nada en el sentido de lo nunca antes visto, de lo impensado e impensable, lo que curiosamente vale también para lo que es admirable. Cada asombro ante lo im/ precedente es un acontecer desde nada, equivalente al nacer y como abrir los ojos por primera vez. Descartes homologó no en vano esta situación de ser nacido con la dimensión originaria y primera de la experiencia de admiración. Al abrir los ojos por primera vez el evento es el mundo; es el mundo lo que acontece. Y desde ese momento, se cuenta.

El mundo del virus Corona gesta los sentimientos relativos al acontecer de un mundo como cualquier otro origen de mundo. En cualquier caso, todo acontecer es de la nada; esa es razón de sobra para decir que todo evento es metafísico, como un comenzar a ser, que es como un ser creado, modo peculiar que se refiere al acontecer de lo que (antes) no era.

No olvide el lector que se trata lo que es en tanto acontece para un hombre, en el mundo de los hombres. Nos interesa el hombre que siente, pues es a ése y no a otro al que afecta (padece desde otro) la experiencia de la peste universal; y la peste universal, como faktum que es, pues cuando acontece padecemos absolutamente, nos veta de la posibilidad de dudar.

Y ya se vislumbra que hay en el contar el número de la peste, en ese tenso pasar de la cuenta de un muerto al siguiente, y de allí al otro y al otro y otro más, algo que es nuevo siempre, en un sentido ontológico, ya que cada nueva cifra acontece desde la nada. Eso que acontece en un evento que funda (y otra y otra vez y otra más y así) es el mundo que acontece y que llega a ser siendo, quoties a me profertur vel mente concipitur , por así decirlo. ¿Creemos que hemos no comprendido? No nos creamos capaces de comprender. No seamos demasiado optimistas, pues hay quien niega el punto de inicio, esa tensión de ánimo en que acontece al contar el número, por así decirlo, metafísico. En efecto. Muchos dirán hoy que el acontecimiento de que contamos y contamos es algo regular, que se hace siempre delante del teléfono inteligente.

Que no hay nada que acontece desde una nada, o desde un invisible metafísico. Algunos dirán que ya en noviembre se sabía todo, o que los chinos tenían que saberlo, al extremo de atribuirles a los chinos incluso el conocimiento planeado del número; como esto último es quizá cierto, metafísicamente hablando, de los chinos y su posición invisible y sus cálculos desconocidos, pero evidentes, lo retomaremos después.

En todo caso, sé que en alguna parte del ciberespacio hay partidarios de alguna u otra teoría conspirativa; que hay quienes niegan que haya peste universal, o que esta tenga importancia para la humanidad, y que es cosa de la crisis del capitalismo y ya se venía venir, o del éxito invisible del marxismo o el movimiento femenino; incluso no faltan los que dicen con completa seriedad que ellos mismos no cuentan ni a los muertos ni a los infectados, y que solo desean salir de sus casas cuando todo haya terminado lo antes posible.

Sostienen que el número no es tan importante, que no vale la pena contarlo y que quizá no lo cuenten ellos mismos, cosa que es fácticamente dudosa si estos mismos se hallan en cuarentena. Les digo a los lectores que ven el resumen de lo que se dice en el mundo como lo hiciera antes Descartes en el contraejemplo que se dio a sí mismo de que no basta la resistencia para no ser lo que se es, no es de tomar en serio. Descartes puso dos ejemplos; uno era el de aquel hombre que afirma con convicción que su cuerpo no es de hombre, sino de vidrio, y aquel otro que, creyendo ser el Rey, afirma de sí mismo que estaba vestido regiamente, cuando no llevaba ropa alguna. ¿Qué se debe decir de esta gente?: Amentes sunt isti (3). Cuando Descartes, que es famoso culturalmente por poner todas las cosas en duda, hizo como filósofo efectivamente la operación de dudar, adujo que esa duda hecha era metafísica para significar una dulce ironía filosófica. Escribió “esta duda es metafísica, por así decirlo”. Joseph de Maistre ha anotado hace tiempo que Descartes fue el filósofo que no dudaba nunca de nada.

Sea permitido ahora al que redacta un paréntesis sobre la filosofía política que se hace de Descartes y la metafísica política que, en alguna medida, se lleva a cabo con su ayuda, haciendo un honor allí a los sabios. El lector que no se interese por el siguiente cumplido, busque el final del paréntesis.

(Como no es deseo aquí debatir con nadie sobre Descartes, puede remitirse al libro sobre Descartes y la política de Antonio Negri, aun reciente entrega donde todo lo que aquí se dice sobre Descartes viene negado. O quizá la obra más desconocida pero no menos gorda de Pierre Guénancia. Soy de la idea de que lo que el filósofo escribe sobre otro lo hace en gran medida para comprender su propio mundo y su propia experiencia, y no puedo reprochar en ese sentido la erudición de Negri para defender el anarquismo liberal, o de Guénancia para hacer algo parecido con la democracia francesa tal y como la conoció sin duda él mismo luego de la caída del muro de Berlín. Se halla sobreentendido que la anarquía o la democracia liberal son algo a lo que ambos pertenecen y, en algún sentido, también los define. Lo que puede ser anotado es que es dudoso que la experiencia a la que Negri o Guénancia se remiten amerite el trabajo enojoso que se han tomado y comprensiblemente usan para ocupar a sus pacientes lectores de sus páginas tan sabias como interminables.

Con estas consideraciones anotadas, no creo ofender a los grandes autores si no acoto nada a lo que dijeron en sus grandes libros, ni menos a las cosas grandes que no dijeron.

Si de algo no podrá reprocharme el lector es de hacer que Descartes diga algo sobre un tema de un mundo al que él mismo no pertenece en calidad de acontecido. Que escriba de algo a lo que ambos pertenecemos de manera inequívoca, pues tanto el lector como el autor cuentan, o les interesa lo que otros están contando, y les acontece a todos el mismo novísimo estremecimiento de este venir de la nada del número.

Se trata la nuestra de una cuarentena metafísica de la que nunca, sin importar quién sea el destinatario de esta lectura, aunque ya haya la peste pasado, podrá decirse que le es del todo ajena. Hay ahora y habrá en el tiempo históricamente pensado que es posible imaginar, un anhelo de comprender lo que la filosofía puede decir sobre la presente epidemia universal del virus Corona, un tipo de universalidad intuitiva de la que carecen otros temas que han motivado consultar antes la bola de cristal de Descartes. Descartes, pues, hizo metafísica cuando hizo recuento de los sentimientos, y determinó cuáles eran más originarios y primeros. Hizo además una interpretación política de esos sentimientos como lo que expresarían: una experiencia que sería a la vez metafísica y política; metafísica por la prioridad del sentimiento, política por aquello a lo que el sentimiento originario se remite.

Sobre los insanos que no les interesa contar, los conspiracionistas que desean salir lo más pronto de su casa cuando todo se haya terminado para hacer otra vez su vida, por así decirlo, y los que quizá, si además son filósofos, sigan aun contando en tiempo por venir con “la marcha triunfal del liberalismo en todo el mundo”, o argumenten que esto de la peste universal era algo que ya se veía venir, etc., como es posible hayan hecho en 2001, después del atentado contra las Torres gemelas, o luego de la ruina de la Bolsa universal en 2008, se reitera lo que dijo Descartes, este hombre que no dudaba de nada nunca: Amentes sunt isti, por así decirlo).

Corona de soberanía
Sentimientos como admirar o sentirse apropiado y reconocer la pertenencia es algo que se entiende respecto de la identidad no meramente personal; no se trata de mí, ni del acontecimiento de mí, sino en tanto me siento y reconozco o pertenezco a algo más humanamente más grande. Hablar de metafísica es aquí hablar de situaciones en el mundo de los hombres; de eventos que fundan un mundo o que lo gestan; que acontecen, llegan a ser, vienen cada vez desde la nada y cruzan el umbral de nuestra existencia, haciéndose así objeto de nuestra admiración. Se trata entonces de metafísica política, vale decir, de la comprensión del ser que se da respecto del mundo de los hombres o lo funda. Pasan cosas que Heidegger, en una conferencia del 1938, designa como “lo grande o lo raro” “en la historia”; en las notas Aportes de la filosofía, que le son contemporáneas, las denomina “evento” (Ereignis), como nosotros hemos hecho, designando con ello su ser acontecido y, por lo mismo, aquello cuyo pensamiento se remite a un origen, tiene en ese origen su único fundamento y ese fundamento es invisible (o no humano). En el acontecer de eso que surge de su origen invisible resulta ser también el signo y la presencia de ese origen. El origen metafísico de un evento grande y raro en la historia le da sentido a esa historia. Cuando ese origen invisible actúa sobre el hombre (lo sobrecoge, por decirlo de alguna manera), entonces lo llama a uno a la batalla y se hace soberano, pues se impone en su carácter im/ precedente, como primero y más grande.

Joseph de Maistre es el primer hermeneuta ontológico; el primer pensador político que hizo ontología de asuntos sociales. En 1814 mencionó como resumen de su programa la expresión “metapolítica”. Creemos que con esta expresión quiso decir algo como “metafísica” en el sentido que hemos estado usando la palabra. Quizá explicando lo que el conde de Maistre consideraba lo más interesante de la (su) metapolítica podrá hacerse un anticipo del contexto en que “soberanía”, que es lo que sospechamos tiene el virus cuando nos afecta al contar el número, tiene sentido como integrador de la experiencia metafísica más fundamental. Para los que no conocen la inteligencia más notable del pensamiento político entre 1790 y 1821 se observa que De Maistre explicó lo que entendía por “metapolítica” en las primeras líneas de su Principio generador de las constituciones políticas. Alude de pasada esta metapolítica como cosa pensada antes que él en Alemania, sin que el que esto escribe sepa de ese origen invisible mucho más. Su explicación de metapolítica es pensar metafísicamente sobre temas relativos a la historia política. La postura de De Maistre en Principio generador puede ser resumida aquí con provecho para nuestra reflexión.

Pensaba Joseph de Maistre que, así como hay una meta/ física de la naturaleza, es decir, un pensamiento de las cosas físicas, y este es relevante al ser de las cosas que son, tanto en su ser en general (como opuesto al no ser o la nada), como en su ser particular de cosa admirable o eminente (como el dios principal inmóvil de Aristóteles o el colérico Yavhé de los judíos), dejará que se diga al lector que es posible también una meta/ física de las cosas históricas y sociales, cuya característica es que, siendo primeras o eminentes en un sentido que no escapa a la inteligencia, son pasajeras, móviles como lo opuesto a un motor inmóvil, que es siempre el mismo. A esto eminente de la metafísica del mundo social lo denoninaba De Maistre “evento” (acontecimiento), événement para acotar el término reiteradamente en sus Consideraciones sobre Francia, de 1796.

Esta vez no será entonces la metafísica del inmóvil, sino del ser en general de las cosas que se mueven y que son móviles también en tanto que son pensadas. Michel Foucault hizo en gran medida esta clase de trabajo en la Historia de la sexualidad y, en cierta medida en otras obras, como en la Historia de la locura en la época clásica o cursos del Colegio de Francia Foucault, quien seguramente hubiera deplorado que sus actividades intelectuales pudieran alguna vez ser asociadas con la metafísica, usó en cambio la expresión “ontología de la actualidad”.

El autor cree que lo básico de la ontología de la actualidad puede decirse de la hermenéutica como filosofía de los asuntos históricos y sociales, de tal modo que la hermenéutica puede ser pensada como una suerte de ontología. Esta misma idea fue aducida por Gianni Vattimo desde un curso de 1988, en que recoge la propuesta de Foucault como un programa de discurso para la hermenéutica filosófica. Desde 1988 “ontología de la actualidad” aparece como un sintagma de pasada, con mayor frecuencia y más ambición en su obra posterior al asunto de las Torres gemelas, y con mayor énfasis desde 2004, al menos, en que Vattimo trató de desarrollar una agenda social y ética para la hermenéutica. Para el lector que se ha aburrido o que no le interesan mis observaciones al paso sobre Vattimo, ahora que hay un paréntesis más, puede saltárselo sin contarlo.

(Respecto a qué juicio merece el esfuerzo de Vattimo en la “ontología de la actualidad”, que nunca osó llamar él mismo metafísica, tengo varios artículos en que expongo mi parecer, algunos de ellos conversados con el mismo maestro de Turín. Es enternecedor que el maestro de Turín me haya regalado hace un tiempo, sea anotado, varias obras originales del conde de Maistre, que compramos juntos en los libreros de viejo cercanos a Via Po, en el centro de su cuidad. Con el virus que me fuerza a contar una y otra vez, puedo dejar, bajo la tensión a la que soy sujeto, la tarea de explicar mi parecer a la paciencia del lector por leer en otro lado. Ante el milagro, el carácter im/ precedente de la actual pandemia del virus Corona, solo habrá de acotarse que cada afirmación que se haga será de responsabilidad solo del autor, dejando “ontología de la actualidad” para que sea Vattimo quien vea con este sintagma. Podría el que escribe haberse servido de Leibniz, o de Heidegger, o de Agamben para efectos de dar razones, o bien sinrazones, de la metapolítica de la presente peste universal en lugar de hacerlo con Vattimo o Foucault. Para efecto de no complicarse se habrá de seguir la vía de lo que se comprende mejor, ya que lo que se desea comentar se halla en el límite de lo que puede ser comprendido).

Para explicar el aspecto político de toda metafísica del acontecer de lo que tenemos hoy la experiencia, se juzga oportuno regresar de De Maistre a Descartes, a las Pasiones y sus cartas dirigidas a las grandes mujeres almodovarianas, a las princesas inteligentes e interlocutoras que hay en el alma de cada lector.

Metafísica política. Recuerda el lector lo antes explicado. Las Pasiones son al modo de unas Categorías del acontecer en la experiencia emotiva (quizá sería mejor decir “sentimental”), y que contienen como las de Aristóteles un orden de prioridades, aunque sean para el caso no relativas al ser que es, sino al acontecer de lo que en cada caso llegar a ser. Y que hay unos sentimientos primeros y originarios, relativos a lo que es ante todo primero. Esto sucede en cada caso en que la experiencia de algo muestra el reconocimiento de su carácter primero, como más grande o más importante que uno, como algo por lo que uno es rebasado y en lo que uno se halla como en sí mismo, aunque algo más allá. Aquí es difícil distinguir primero (que se cuenta antes que segundo) de más grande o más importante (relativamente a un subordinado en una jerarquía); se trata de una ambigüedad que es muy interesante en sí misma y que los antiguos compartían pero que nosotros, hombres de un mundo matemático, tan extraño a Descartes, hemos perdido tristemente hace tiempo.

Lo que es primero porque es más elevado (tiene más rango, como las princesas) o porque se cuenta antes es, en la concepción de los sentimientos en las Pasiones, algo que debe ser referido siempre a la existencia social; sería mejor afirmar, histórica y social. Muy a pesar de su fama como filósofo de lo subjetivo o del individuo, esta sección metafísica de las Pasiones y la correspondencia con las grandes mujeres almodovarianas solo por un accidente se refiere a problemas de nervios de un par de señoras. Debe reiterarse: Al Descartes realmente existente los sentimientos/ “pasiones” siempre le parecieron emociones de carácter político, cuya naturaleza metafísica política se halla en el origen de las mismas.

En efecto. Al Descartes tratar de la admiración o los sentimientos primeros y originarios por lo que tiene carácter im/ precedente puso unos ejemplos muy interesantes para defender nuestra posición. El hijo del juez que vivió en granjas de parientes podría haber puesto ejemplos banales de cosas subjetivas o sicológicas, como los debía haber de sobra en las granjas de su infancia. Le encantaban los ejemplos banales. Nada le impedía a este razonador con ejemplos apelar a la clase de cosas nerviosas que podían motivar a sus reales interlocutoras. Tomemos un objeto preciado, un trozo de cera, por ejemplo. Puso en otro contexto un punto de tejido o un punto de bordado (para una señora). Podría haber puesto de ejemplo un objetillo preciado, en que en efecto se puede comprender la experiencia del acontecer, pues acontecen las cosas nerviosas también, que las almodovarianas cuentan en cada instante por alguna razón muy seria mientras ven pasar las horas en sus palacios. Recuerde el lector aquella bolilla de vidrio que menciona el carácter principal de Ciudadano Kane antes de morir, exclamando mientras rueda en el suelo Rosebud. Pero nuestro autor, cuando hubo de recurrir a poner ejemplos, no lo hizo con trozos de cera o bolillas de vidrio, sino con asuntos claramente políticos y sociales; hizo esto, justamente porque deseaba que quedara claro que lo grande o lo que rebasa del evento no interesa al filósofo si es algo solo nervioso o subjetivo.

Cuando Descartes coloca ejemplos de objetos que vienen con el sentimiento de adhesión por lo grande o lo primero, se remite a lo que hace posible a los súbditos ir a la batalla por los grandes, el monarca o la patria. Recordará el lector por las biografías de Descartes de G. Rodis-Lewis o R. Watson que Descartes se enlistó en el ejército y que. si bien no descolló en la batalla, asistió a la coronación del Emperador Santo en 1621, siendo el Emperador sin duda algo grande, y su coronación algo muy distinto de una película americana con unas bolillas rodantes. La metafísica de los sentimientos, “los sentimientos o emociones del alma” pues, es articulada en Descartes con la filosofía política, y puede bien ser una fuente para una ontología de la actualidad o metapolítica, en este caso aplicada a la experiencia del conteo en una peste universal y los números metafísicos que se cuenta ahora.

Como ya sabemos, las magnitudes que acontecen en un mundo político y social y se cuentan son también metafísicas cuando, en la admiración o el asombro, etc. nos muestran algo por primera vez. En el contexto de la patria, el monarca o el grande de la región que nos pide la existencia en la batalla, lo primero, el evento es pensado socialmente, como un acontecer que es primero en el sentido de que cualquier otro le es subordinado. Parece Descartes pensar en la guerra, ciertamente, que acontece bajo la pertenencia a un grande, un monarca o una patria, con quienes hay un compromiso anterior que acontece al batallar. Lo que es al modo de un acontecer humanamente, o bien es fundante, como un gobierno que no existía y se instala, o bien al modo de algo grande, que se establece dentro del reino. Se permita la insistencia, no desde el ángulo de la razón viviente, pero no humana, o de lo no viviente, sino desde lo viviente y humano, en cuya prioridad lo que lo rebasa y se muestra primero es la patria, o el grande o el monarca. Visto esto lo cual, sea posible el tema de la soberanía en el tiempo que experimenta el lector en la peste.

Que el virus se llame Corona, sea de la familia de los virus Corona, o sea conocido entre quienes cuentan como “Corona”, es al modo de una anticipación política del significado metafísico de lo que enseña el evento de la presente peste universal. Quienes, como Orígenes de Alejandría o el conde de Maistre, sospechamos que el sentido de la experiencia humana es siempre unitario, y que nunca hay nada que sea no significativo en una experiencia de totalidad, incorporamos cada detalle que contribuye al significado del todo como un elemento de ese todo. Un virus Corona no puede llamarse así solo por casualidad.

Hay una frase de Teología Política (I, 1922) que se desea comentar aquí; Teología política es una de las obras más notorias de Carl Schmitt, el más grande filósofo jurídico del siglo XX, y una de las grandes mentes universales de Alemania. Quien conozca sus obras, como El nomos de la tierra, o Tierra y mar, no podrá dudar de que hacía ontología de la actualidad o metafísica política como la aquí ejecutada en ocasión del virus Corona. Se permita aquí citar de memoria, por esta excepción que la Corona me impone y me hace obrar lo que no desearía hacer si Corona no lo im/ pusiera: “Es soberano aquél que decide en el estado de excepción”. “Decidir” es dirigir sobre un curso de acción, e implica soberanía si esta decisión es operada sobre un agrupamiento humano X o Z de tal modo que es eficiente, vale decir, si es obedecido al margen de lo que las leyes, las normas, etc. o bien de lo que sus operarios, funcionarios, administradores, etc. tengan en cada caso previsto. Se realiza algo que no debería ser realizado; es más, algo que ni siquiera era predecible no digamos ya de ser hecho, sino ni siquiera de ser no hecho. Un estado de excepción, como han visto cada uno a su modo Giorgio Agamben o Jacques Derrida, cada uno de ellos según el caso comentando a Walter Benjamin, es como una suspensión de la normalidad y, por lo mismo, una suspensión (diremos nosotros) del saber qué hacer. En ese momento se ha puesto en suspenso todo pensamiento de un curso de la acción posible. El que en ese caso decide qué hacer, si es obedecido, es el soberano.

Cuando  alguno es el soberano acontece que tiene que ser, y no comprenderlo es el ámbito que hace posible operar y ser efectivas a las acciones que han sido decididas. La soberanía es así un acontecimiento, un evento, algo que ocurre respecto del régimen de los agrupamientos humanos cuando tiene lugar y solo cuando tiene lugar el estado de excepción. Se trata de un estado de excepción respecto a lo que se sabe o no se sabe, y lo que se sabe va característicamente al servicio de lo que se ignora, y que por no ser comprendido, sino tan solo puesta la acción a su servicio, entendemos es el soberano. La soberanía, algo que es propio del virus Corona, acontece porque ha abierto su experiencia la posibilidad de ser lo que no es posible comprender. Y surge la paradoja de un régimen político y social sin pensamiento. Y como solo hay soberanía cuando hay gobierno, y quizá, incluso no dejar hacer es ya un gobierno, hay ya un soberano desde que en lugar de hacer (como es hoy el caso), no hacemos. El principal motivo de este texto es el encierro a la vez que la admirable situación de ver cómo el ser que no puede ser comprendido es el soberano, no porque decide en estado de excepción, sino porque ha hecho de la excepción un régimen de gobierno. Una huella de este gobierno es el triste encierro en que se halla el que escribe, sirviendo al encierro.

Cuando el evento que no puede ser comprendido acontece y se instala en agrupamientos humanos, esta capacidad de operar sobre lo incomprensible es algo al modo de un gobierno, una suerte de régimen sui generis donde el gobierno que funciona con leyes, normas, disposiciones, consultas, debates, etc. queda en suspenso; opera como un milagro jurídico, pues gobierna sin leyes, normas, etc., o bien todo lo que es dispuesto se traduce en normas, leyes, etc. La diferencia es que en el caso de un régimen no sui generis, regir es lo mismo que la configuración de un ordenamiento efectivo, que coincide y es descrito por tanto por las leyes, normas, etc. Las leyes y normas, etc. son el mundo mismo en la medida en lo ordenan; en el segundo el régimen es él mismo generador de su legalidad, y no se halla nunca sujeto a ella. Carl Schmitt llamaba a lo segundo “estado de excepción”; como hemos alcanzado para nuestro propósito, relativamente al conocimiento, hay “excepción” en un mundo social cuando acontece algo que exige, pero que no puede ser comprendido. En un régimen de excepción cada minuto de gobierno es un acontecimiento pues, sin un cuerpo de normas o un conjunto de acciones previsibles de alguna manera, cada minuto de gobierno significa comenzar el mundo desde nada. Lo que importa aquí es no la norma, sea jurídica o no, sino el agente de la norma posible, pues incluso cuando no hay norma es posible una norma, solo que la norma no es nunca normal.

Un estado de excepción no debía ser un gobierno o un régimen, sino la suspensión de un gobierno o un régimen cuando es eficaz, es decir, cuando es posible decir del agrupamiento Tal y Tal que hizo o no hizo. Lo que es interesante es comprender que la excepción tiene sentido única y exclusivamente cuando no hay modo de predecir qué se hará; entonces el soberano irá indicando cada vez qué y qué. El que decide en el estado de excepción, por ser soberano, se halla servido por los demás que son, a estos efectos, sus súbditos, aunque sería más amable acotar, “sus operarios”. El soberano dice que qué y qué y los otros operan, hacen las operaciones de qué y que, etc. Se haga la representación de un gobierno: los agentes que no son el soberano, digamos: los abogados, los empleados de limpieza, los administradores de centros de salud, los policías y las fuerzas militares, los campesinos y otros productores y distribuidores de alimentos, en fin, para el caso de una peste sobre la que se ejerce un gobierno, los epidemiólogos, e incluso en el mismo caso los presidentes de las repúblicas o bien los monarcas y sus ministros o las grandes asociaciones de Estados son siempre operadores del soberano. El soberano los precede en el sentido de qué y qué que los demás transforman en acciones.

Una reflexión sobre la kakodoxía
Hay un cierto sentido en que todo es evento, y que todo acontece. Pero cuando decimos de cualquier cosa que es acontecida o evento, hace largo rato hemos perdido la cuenta inicial de este texto, que es el estar al tanto sin saber para saber, para saber el número. Este requiere de un escolio sobre el que se exhorta al lector no desestimar.

Respecto de que puede ser pensado que cualquier cosa acontece, que todo es evento, etc., olvidando la premisa inicial de la experiencia, a falta de prueba, estrellados contra el límite, se pide piense el lector ahora en los sabelotodo de la televisión. Estos fingen que comprenden lo que no puede ser comprendido. En efecto, ellos, los sabelotodo, suelen comparar a los muertos que se cuenta por virus Corona con la lista de los demás fallecidos. Los comparan con los decesos por falla cardiaca, por accidente de tránsito o cáncer al colon, o incluso por resfriado, en todo lo cual se concede que puede haber más, más estadísticamente, pero en la dimensión de lo que no cuenta para nada, que es como lo siempre ya/ acontecido. Cuando los muertos que son contados por el virus hacen el número esto es, por así decirlo, porque hay una grandeza en morirse de este virus, una grandeza cierta e inobjetablemente invisible, que hace a sus víctimas las más importantes, quizá hasta las únicas que cuentan en los hospitales donde, por cierto, todos los demás pacientes y cadáveres resultan como unos intrusos, como no siendo los relevantes en la suma de muertos salvo, claro está, cuando su deceso se prueba vino acompañado de un certificado de Covid-19; un certificado de grandeza de sangre, por así decirlo.

Si el cadáver del hospital se suma a la multitud de los etiquetados en las bolsas negras del gran viaje, este cadáver, puede verlo el lector, va a la batalla llamado por algo más grande y primero. Deja de ser un mero muerto y pasa a ser un muerto metafísico. No se asuste el lector ahora si le choca ver su experiencia de contar muertos como una patria, un grande del reino o un monarca; es signo cierto de que ya está comprendiendo algo que, sin embargo, no puede ser comprendido.

El virus Corona convoca la atención del filósofo porque abre un campo de experiencia humana no sanitario, sino metafísico y político. En el mundo social las magnitudes acontecen: El número indica la dimensión originaria y admirable de su procedencia, inobjetablemente nueva cada vez. Esta dimensión originaria, que es también su carácter de im/ precedencia, es el lugar de la decisión en el actual estado de excepción universal. La nada desde donde acontece a cada instante, minuto a minuto, muerto a muerto, por así decirlo, el del orden de un régimen que, por hallarse donde nada puede ser comprendido, rige el mundo entero de los hombres como un soberano. Este soberano es experimentado como grande al modo de un grande o un monarca o una patria de la que uno se descubre llamado a la batalla.

El lector se podrá preguntar ahora si la grandeza que es en cada caso efectivamente experimentada al contar el número hace o no algo con el bien, y si estar sujetos al Coronavirus, como a cualquier soberano, grande, monarca o patria, lo hace bueno, y a las acciones del régimen al cual estamos sujetos en la peste universal unas buenas acciones. Todas estas preguntas le son extrañas al sabelotodo de la televisión, al filósofo kakodóxico, por así decirlo, aquel que suele ser más exitoso en el mundo donde se puede hablar de todo y fingir que se ha pensado. Ese lugar de la kakodoxía es también allí donde el llamado a pensar, la experiencia del número que se cuenta, encuentra quizás el lugar más adecuado. Es allí donde acontece en cada número el número de la sabiduría incomprensible y admirable de la pandemia; es allí donde su dominio es más exacto para el que opina, aunque también para el que comprende sus preguntas, si tal cosa cabe.

Entre el amor y el odio
En la medida en que el virus Corona es evento, es también al modo de un grande o un monarca, es decir, algo que sobrecoge al que experimenta por admiración de grandeza o prioridad; debe ser escrito aquí, ciertamente, que el embargo emocional del que experimenta no recae como un sentimiento de adhesión (o amor, diría Descartes) sino en lo que sea como uno experimente el sobrecogimiento; en el caso presente, este sobrecogimiento fascinante que viene con el acontecer de la nada de los muertos que se cuenta a cada instante.

Descartes asociaba de manera claramente positiva como fuente de compromiso del que cuenta con el evento (o del alma que tiene la pasión de admirar) porque se es ontológicamente movido por el acontecimiento, esto es, lo que en cada caso es primero o grande, mueve a hacer tal y tal; quizá debería entenderse como una admiración propia de aquello a lo que uno pertenece, haciendo la acotación de que esto, la experiencia de lo primero y admirable compromete incluso cuando manifiestamente no es posible amar lo que es primero o grande, anotando tal Descartes en el segmento 53 de las Pasiones que esto es así. Como sea, lo grande o primero actúa sobre el alma como agente, y no como noble, bueno o cualificado por sus bienes para ser preferido; en realidad se impone a la admiración también si es malo, y como genera amor genera también odio, incluso sin perder las notas del carácter im/ precedente que tiene el que llama y seguir llamando. Esto explicaría el genuino drama moral, ontológico de los suicidas. En efecto, cuando los suicidas son no patológicos y se dan muerte por cosas como la llamada de los grandes, el monarca o la patria o algo parecido, que no sea una bolilla de cristal o un trozo de cera, se subordinan al llamado de algo más grande que ellos siempre. Hay, así, algo especialmente grande en el suicidio, algo ontológico, cuya grandeza no deriva de la muerte, sino de la emoción de pertenencia a lo que se es propio y por lo que se es rebasado, incluso al ser odiado.

Cuando en mi actual encierro, sentado, junto a la computadora, reviso los números de infectados y muertos, algo que hago obsesivamente semana tras semana, casi cada tres horas, hay algo nuevo y extraordinario, una experiencia, por decirlo así, metafísica, que reconozco que se apropia una y cada vez de mi propio ser. Descartes dijo en sus Meditaciones metafísicas tener una experiencia “por así decirlo, metafísica”. Ya sé que el lector medio de este documento no iría a la guerra al llamado del grande o del monarca, y posiblemente ni siquiera por su patria, siendo Cataluña el único desafío que la actualidad presenta para la imaginación de lo que es una patria para un filósofo, hoy que los filósofos políticos pos/ metafísicos son del extraño consenso de que las patrias y las naciones son en algún sentido una suerte de malentendido metafísico, algo esto último en lo que tienen razón. Como sea, se debe tomar en cuenta el aspecto político de la afirmación del llamado a la batalla, que es como la prueba de que verdaderamente se admira; hace bien el lector en asociar en este llamado, si no conoce otra cosa, a los operadores más grandes o más monarcas o más patrióticos a su alcance, como Cataluña puede serlo para los que fueran capaces de ir a la batalla por los grandes de Cataluña, que son sus empresarios millonarios, o bien por su monarca, que por el momento nos es desconocido.

Buena parte de lo que quiso decir Descartes con la expresión “metafísica”, a la que precedió con “por así decir”, era que todo lo que explicaba meditando era nuevo y asombroso, inédito y editado, que a la misma vez que él mismo lo hacía “édito” ante eso inédito no podía sino sentir un embargo casi religioso, como el lector del libro donde la cita se halla puede reconocer en el final de la parte tercera, que acaba en una ceremonia de grandeza. En efecto, como seguramente el lector filósofo no habrá percibido nunca, esa parte tercera termina en una doxología y, por así decirlo, en una liturgia. Lo admirable y grande, que embarga el sentimiento de la propiedad y el rebasamiento, es en principio lo que es en general, y que se afirma en su aspecto primero, originario y admirable. En una civilización religiosa era normal asociar la experiencia de algo primero y grande con algo divino, como hace Aristóteles en el libro Lamda de la Metafísica de manera espontánea, al extremo de ser lo relativo a los dioses algo sinonímico de relación con el ser. Nótese que lo que es primero y lo que es más grande son lo mismo en lo que es propio de una experiencia “por así decirlo” metafísica. Sigue ahora una muy incorrecta y desconcertante reflexión entre paréntesis que se aconseja abandonar.

En el mundo social, donde suele haber reyes y patrias y razas de pueblos, o bien sus equivalentes nihilistas, como el mismo virus Corona sospecha el lector puede serlo, los grandes números admirables o primeros describen su ser reyes o grandes o patrias, etc. Esto primero y admirable que al contarse se cuenta es lo que hemos venido llamando “evento”; el evento en cada caso acontece en el número o bien se indica desde siempre a modo de número nuevo, como son los grandes o los reyes, etc. cuando uno no va a la batalla.

El Coronavirus, el virus de la Corona, ése es el soberano de la experiencia metafísica que todos tenemos al contar muertos. Y esta ironía no se escribe al modo de una mera figura retórica, sino que lo que aquí se dice tiene pretensiones descriptivas, fenomenológicas. El contar el número, el saber lo nuevo admirándose es el equivalente a la batalla llamada por el grande o el monarca o la patria; el número describe en cada caso el alcance de la soberanía, su grandeza cada vez como evento, por así decirlo. En efecto, tener soberanía, ejercer soberanía, tener la capacidad de mandar en el sentido más propio de hacer que otros hagan, es decir, de ejercer algo como hacer que los demás batallen, solo es posible cuando el mando recae sobre lo im/ procesable, sobre el ser que no puede ser comprendido. Es desde algo im/ procesable que acontece el numerar, que es como la descripción de algo que en realidad, por alguna razón, a la misma vez que manda, no puede ser comprendido. Toda soberanía que se califica de ser comprensible o de poder ser comprendida así resulta como una ficción consoladora, algo que es posible si en el mundo de los hombres no acontece nada, o se vive como si no aconteciera nada. Se deja a modo de hipótesis que este mundo donde nada acontece sea básicamente el mundo normal que siempre debe ser posible para que haya, como se ha dicho antes, algo como el marco de los acontecimientos.

Sea permitido ahora un paréntesis sobre algunas confusiones con las que no quisiéramos estar asociados.

(Se recuerda que hace pocos años Vattimo y Santiago Zabala han intentado diseñar un proyecto ontológico de mundo, para lo cual se hacía el diagnóstico sobre el mundo liberal de los hombres, el mundo en que se ha alojado el virus. Según los autores, el mundo liberal tenía una estructura extraña al acontecimiento, que Zabala llamó framed democracy. Una framed democracy es básicamente un mundo cuyo límite es el ser que puede ser comprendido y que considera lo incomprensible como irracional, criminal, etc. El profesor Zabala tuvo la gentileza de remitir a domicilio la versión americana de ese proyecto, fruto de lo cual surgieron varios comentarios de parte del que esto escribe. Sin duda aquí se comparte mucho de lo que allí es escrito sobre el evento y su ausencia en el mundo liberal históricamente existente, iniciado gracias a la caída del muro de Berlín y del cual se dicho ser el fin de la historia humana, o bien haber diseñado el pensamiento único global. Es aquello de “La marcha triunfal del liberalismo en el mundo entero” que defendieron de una u otra manera autores diversísimos, que no es el caso mentar. Todo esto se toma por cierto en el sentido de que es, descriptivamente, el entramado de algo que bien entendido suena al filósofo como algo extraño.

Las framed democracies del mundo con pretensiones globales del pensamiento único consideraban que, fácticamente, no era posible que aconteciera nada pues todo lo que podía acontecer era real, los valores, prácticas y aun rabietas y rebeldías del liberalismo. En esta postura, que es metafísica en un sentido que no requiere discurso, pensar es siempre aceptar, defender y consumar. Que un día aparezca un virus y de pronto todo se ponga de cabeza es algo así como el evento por antonomasia, aunque pienso que ni Zabala ni Vattimo tuvieron en mente la sospecha de una peste universal como el evento que podía irrumpir para el sacudimiento del mundo de estas framed democracies. La causa de esto es la secreta dependencia de estos autores con premisas básicas del mundo moderno y la Ilustración, la principal de las cuales a mi juicio es la presunción de que la inteligencia humana, ya que puede pensar en el evento, lo puede también producir o controlar. Y esto porque la premisa metafísica más dramática y a la vez más terrible que la modernidad ha inventado es la que instruye sobre la omnipotencia de la razón humana, algo así como Sapere aude!

En efecto. Solo se desea anotar aquí que la doctrina central de que el mundo de la democracia estructurada o framed democracy corresponde con un diagnóstico histórico/ ontológico y es más o menos el ámbito de las sociedades capitalistas democráticas liberales. Este texto presupone que ese diagnóstico es correcto y remite para todo lo que concierne a su descripción al capítulo I de Hermeneutic Communism, de 2012. Como ese libro de Zabala y Vattimo se presenta como un proyecto, un proyecto de lo que en este texto correspondería con el ser que no puede ser comprendido, la lectura seria de lo que escribimos debe sugerir urgentemente que el autor cree que pensar que el evento puede ser proyectado por el hombre (por una mente socialista, por ejemplo, y de ideas muy avanzadas para su tiempo), implica la creencia de que el ser que no puede ser comprendido a la vez es el ser que puede ser comprendido. Entiende el que escribe que esta confusión hace de los más notables de los hermeneutas del presente tratar de la peste universal como de algo que se veía venir, que es el fin del neoliberalismo, que es el triunfo del marxismo, una pizca de esto y otra de aquello, etc.).

Regresemos ahora a nuestro virus. El virus Corona es soberano porque opera sobre lo que no se comprende. El que cree que lo comprende porque, por ejemplo, trabaja en un laboratorio sofisticado intentando hacer una vacuna, o bien impide la expansión del virus restringiendo una frontera que vigila desde una torreta, es siempre un funcionario de aquel de quien procede su acción.

Si uno le preguntara al funcionario de salud o de seguridad cómo deben ser comprendidos sus actos, en tanto que son un ser que puede ser comprendido, una respuesta plausible sería remitir esos actos al superior cercano o más remoto de quien dependiera la orden. “Tal y Tal me mandó”. Y sería la orden de Tal y Tal, más que la ciencia de la medicina o la de la estrategia de seguridad el principio rector del conjunto de todo lo actuado. Hace tiempo Jean-François Lyotard hubiera denominado a esto legitimidad, es decir, la justificación de las operaciones del funcionario de salud o de seguridad como algo que es necesario hacer; la justificación última, que en este caso encierra el conjunto de lo que se puede contar, en lo que el lector cuidadoso habrá notado se halla también leer este texto. Pero eso que legitima lo que se cuenta, es decir, lo que le da un sentido, eso mismo no puede ser comprendido, incluso si puede ser descrito.

Hay un cierto sentido en que lo que puede ser comprendido lo es justamente porque hay algo que lo justifica (legitima) y le da sentido, aunque no necesariamente ni mucho menos racionalidad; se justifica la acción tal y tal, por ejemplo, la de estar encerrado en una casa indefinidamente sin salario y sin medicinas, etc. porque hay una peste. Se trata del sentido último de por qué hacer o no hacer, lo que se comprende cuando uno piensa que lo que se hace respecto de la vacuna, etc., es ser que puede ser comprendido. El ser que puede ser comprendido es lo dispuesto por lo que gobierna y dispone por la vacuna o la seguridad del desplazamiento territorial. El ser que puede ser comprendido pudiera uno creer que es ése de donde emana la disposición del laboratorio o la torreta de vigilancia, etc., pero esto supone que el comprender del ser comprendido se halla en el que manda. Lyotard hizo notar que lo que puede ser comprendido requiere de una situación comprensiva anterior que abarca un plexo de incomprensibilidad, que tomó al modo de una confianza en algo anterior que, para legitimar, no podía ser a la misma vez algo comprendido. Como no deseo colgar notas en un momento cuyo más allá incomprensible parece manifiesto, diré solo que esto se encuentra en La condición posmoderna, libro tan poco visitado hoy, así como en su secuela La posmodernidad explicada a los niños.

Pregúntese ahora el lector, el mismo que experimenta o ha experimentado el acontecer del número si tiene o no tiene sentido pensar en la bondad o no bondad, en el amor que podría o no tenerse por el evento. Este es admirable y preeminente, soberano, aquel sobre el que, en tanto la peste universal acontece como un mundo de hombres, no es sino un gobierno. Pregúntese al lector si hay bien o mal, si esto que no puede ser comprendido se halla mejor descrito si se afirma que puede ser más bien amado u odiado. Si el lector no está distraído ahora tratando de averiguar si el número de muertos a escala global ha crecido luego de la lectura, quizá ha comprendido lo suficiente para llevarlo ahora más allá, donde llega la doxología del que hace la liturgia de leer este texto porque un virus lo ha llamado a la batalla, aunque fuera para luchar contra él.

Quizá una de las lecciones ciertas que el acontecer de lo que no puede ser comprendido ha dejado la soberanía del virus Corona, se relaciona con la rehabilitación de la filosofía. Como antes lo hizo De Maistre, o Heidegger contra esos malos amigos de la razón, los cientificistas.

La incomprensible y la pregunta
En varias ocasiones he escrito sobre lo que no puede ser comprendido. Esto porque quien escribe se debe a una tradición de discurso donde el ser, la realidad, lo que es en general, se ha identificado de un modo especial de esta manera. Incluso más allá del debate si al cuadrar el ser con lo que puede ser comprendido no se hubo bien comprendido, como hizo notar alguna vez Gianni Vattimo en su ensayo famoso Historia de una coma. Quizá el interés mayor que trae el virus Corona es que no se halla comprendido dentro de las fórmulas que he esbozado varias veces sobre lo que es evento, es decir, que se nos hace propio y nos rebasa, y a la vez se establece como lo que no puede ser comprendido: el Milagro de que lo incomprensible sea también y quizá principalmente posible, que es lo que hemos venido haciendo.

No hace mucho Agamben hizo escarnio de la fórmula “el ser que puede ser comprendido” casi como una ofensa a la inteligencia y esto porque, aunque Agamben no lo diga, la historia de escolios sobre Platón que es la filosofía tiene sentido y se justifica en un deseo de comprender lo que no puede ser comprendido. Omnes homines natura scire desiderant (4). De alguna manera, el ámbito de la filosofía se extiende a transgredir el límite de la comprensión, apuntando allá donde no se alcanza, pero cuyo más allá se vislumbra desde aquí; es la imprudente pregunta del niño a quien, si optamos por no engañarlo, le sugerimos que espere a ser más grande para volver a hacerla, aun a sabiendas de que nosotros mismos no hemos logrado comprender de su respuesta sino el embarazo de callar. Si no he entendido mal a Agamben, a esta capacidad de preguntarse sobre lo que no se puede comprender, en tanto es una experiencia que puede ser reconocida en uno mismo como una genuina pregunta, la llama a veces umbral.

Uno se queda en la puerta. El umbral presupone lo que hay más allá, aunque no lo puede explicar. Quien llega al umbral se admira y se sobrecoge, pues sabe que se halla más allá; el sobrecogido se dobla como un musulmán en una doxología, como hizo Descartes al comprender lo que estaba dando por cierto al final de la tercera de sus Meditaciones. El ser que no puede ser comprendido. Me recuerda a un texto de Agamben tan incomprendido como interesante. Se trata de Lo que queda de Auschwitz, quizá la más poco comprendida obra de filosofía política de la década de 1990.

“Lo que queda” puede ser lo que se recuerda, es decir, lo que queda después del olvido o después de la actualidad (en el pasado, o bien en el futuro); notoriamente, sin embargo, lo que Agamben deseaba referir con aquello de “lo que queda” es lo que falta comprender, lo que queda pendiente, por decirlo de algún modo. Por más que uno comprenda lo que se comprenda con la documentación que fuera, Auschwitz guarda una reserva de incomprensibilidad que lo hace, no digno del olvido, sino justamente, del recuerdo. Es por eso que en lugar de decir “lo que queda”, vamos a denominar al libro algunas veces, Más allá de Auschwitz: lo que permanece incomprensible de Auschwitz. No comprendo la italianización absurda que traduce Lo que resta de Auschwitz, que ha consagrado la editorial de Adriana Hidalgo en Buenos Aires. Añádase una consideración circunstancial. “Lo que queda” es una expresión irrenunciable si se entiende el italiano de su autor y sus dos intenciones; de un lado, la traducción correcta hace posible un chiste sutil de Agamben, que dejaremos de encargo al lector; de otro, respeta la referencia ontológica que “lo que resta” ya no es capaz de significar; se trata de lo que se halla más allá y que, entrevisto y experimentado desde el umbral, no puede ser sin embargo abarcado por la vista, y esto porque lo que queda, estando allí, no puede ser comprehendido, en el sentido de que no se abarca ni, por ser propio de lo ajeno a la casa, se puede explicar.

Tratando del tema de la gran Shoá judía, Agamben se refiere al problema de cómo comprender, cómo ser empáticos con la situación de los judíos en los campos de concentración alemanes durante la Segunda Gran Guerra. Se lleva a cabo como esas historias con las que Foucault solía tratar cosas como la sexualidad o las enfermedades mentales, a modo de una suerte de informe. Es como decir: Si se recopilara la mayor cantidad de datos y testimonios, quizá al final se comprendería, aunque de antemano ya se sabe que se trata de algo incomprensible para la razón, como la criminalidad, la pasión del sexo, incluso del sexo más retorcido, o de la demencia, como la de los campos más retorcidos, en este caso el de los enemigos políticos arquetípicos. El punto de partida es siempre, si se permite esta simplificación, un tipo de estado humano que particularmente no puede ser comprendido.

Como es conocido por los lectores (en esta época en que todo es como des/ conocido), fueron los judíos llevados a los campos en calidad de una especie de cuarentena social, por lo que los campos de concentración, como los manicomios, las cárceles o los lugares de sexo son a modo de bio/ reservas para seres incomprensibles, para seres que han dejado ya de ser comprendidos. Los judíos eran tratados de esta manera como amenazas del mundo político, en este caso del mismo mundo que a Heidegger le parecía metafísico en 1936. Los judíos eran por tanto llevados a reservas biopolíticas, metafísico/ políticas, a modo de burdeles inauditos y nosocomios. Si definimos al que se caracteriza por no estar dentro de un cierto mundo político como enemigo, diremos que los judíos estaban en los campos como enemigos metafísicamente hablando, como seres que no pueden por definición ser comprendidos y que, por tanto, resultan así investidos de un carácter de evento. Los judíos, contados ahora como enemigos de un pueblo “raro y grande”, eran acuarentenados en los campos en tanto posibles portadores de un mal metafísico. El enemigo de un pueblo metafísico solo puede ser él mismo metafísico, teniendo por nota esto metafísico el no poder ser comprendido. Tomar la experiencia de algo en calidad de que no puede ser comprendido, una experiencia metafísica de algo como evento, significa adoptarlo como grande, grande como un monarca que llama a la batalla, aunque sea para luchar en su contra.

Piense el lector ahora lo siguiente: El tiene una experiencia metafísica, en la que acontece algo a la manera de un mundo; tiene la experiencia él mismo y no tiene dificultad en reconocer esa experiencia como humana en un sentido que dudar de ella. Lo acontecido procede a la manera de contar en una bio/ reserva, como el llegar a ser de una bio/ reserva, como la instalación y ocupamiento de un manicomio o de una zona rosada que se ve y de la que uno se reserva antes que ser allí reservado, antes se diría uno ya expuesto, aunque no alojado. Piense el lector: Cuando éste numera el número, cuando cuenta la suma de los que pasan el umbral para ser contados, ocurre a la misma vez y por el mismo motivo que estos contados cada vez atraviesan el umbral para incorporarse al grupo de los que no cuentan con poder llegar a ser ya más comprendidos; estos pertenecen ya a la reserva al contarlos. A la vez, irlos contando opera sobre los no contados; en efecto, cuando los que pasan en la cuenta del número a la reserva bio/ política, sin duda llegan a atravesar un horizonte del que, cada vez al contar, somos a la vez protegidos nosotros. Y no protegidos. Piense por su cuenta el lector qué consecuencias salen de esto al constatar el lector de sí mismo que se halla en cuarentena.

Llegar a ser del número de los no comprendidos, judíos o locos se hacen portadores de un signo metafísico. No es sino la idea de pasar la puerta del panóptico o el manicomio. Y cuando alguno no es comprendido, el vínculo más básico con los sí comprendidos es una suerte de violencia, si no real, al menos potencial. Esto, que hemos tratado en otro lugar, solo puede ser hecho del ser vivo siempre que sea humano y enemigo. Una vez puesto uno, y otro y el siguiente, etc. a la lista, hay un cierto alivio de no haber sido todavía contado. El tema ahora es que en Lo que queda de Auschwitz, esto que queda se entiende a partir de la identidad más radical del judío, cuando se instala a sí mismo en el campo y, por lo mismo, él mismo se deja dejar de ser comprendido, para hacerse el ser que no puede ser comprendido. No olvide el lector que ser comprendido se relaciona con ese que se cuenta como ya no poder ser más comprendido y que pasa por ello a reserva; no olvide tampoco que en esa reserva, que es una reserva no de muertos, sino de vivientes que dejan de ser comprendidos, se halla la experiencia de haber sido uno mismo reservado para no ser comprendido en algún momento posible.

Se permita ahora volver a los reservados que no somos.

Encerrados en campos en su calidad de otros a la misma vez que en calidad de enemigos, de violencias posibles, Agamben parece subrayar que los judíos se hicieron en los campos metafísicos otros también de sí mismos; Agamben subraya que los alemanes y sus compañeros de confinamiento los llamaban “musulmanes” por un motivo peculiar: Andaban doblados y rendidos como lo hacen los islámicos cuando ejecutan sus plegarias mahometanas sobre alfombras. Un autor que parece seguir no tan veladamente la doctrina hermenéutica de la Escuela de Alejandría debe ver interesante que los judíos progresaran hacia algo en ese su desaparecer; conforme se hacían el otro. Los judíos, conforme devenían musulmanes en los campos, se hacían incomprensibles para sus enemigos (alemanes), para sus enemigos internos (los judíos del campo aun no musulmanes), pero incluso para sí mismos, que comprendían su ser como anomalía de lo comprensible. Su ser contados era un proceso, era un acontecer del cual es especialmente posible ver la trayectoria, las fases, los intervalos, los niveles. Conforme se integraban al terreno del campo, por así decirlo, a su más allá más visible, iban haciéndose más (apropiados) a sus enemigos; a la vez en cada instante la sombra y la afirmación de sí mismos, los judíos proseguían en el ser mientras se apagaban en su diferencia, para ser efectivamente no comprendidos, es decir, otros.

Los musulmanes de los campos en la narración de Agamben se transforman en un ejemplo del ser que no puede ser comprendido. Son el arquetipo viviente del ser que no puede ser comprendido en el mundo de los hombres. Y valga la observación que el ser del mundo de los hombres es en general el ser que puede ser comprendido, justamente.

Es un tema delicioso en sí mismo observar las citas bíblicas que en Más allá de Auschwitz hace Agamben de San Pablo, pero también de los profetas Isaías y Oseas, con las que cierra Agamben su/ la “explicación” del ser que no puede ser comprendido, que en este caso es el judío. El judío más allá de Auschwitz puede ser comprendido si y solo si no puede ser comprendido. Este ejemplo tan políticamente correcto se hace insidioso para exponer la naturaleza del objeto de la filosofía, que es el ser que no puede ser comprendido. El libro es de la década de 1990. Tratándose de un tema sensible para los socialdemócratas alemanes de la época en que fue escrito, es doblemente impactante recordar que surgió en lo que podríamos denominar la Edad de Oro de la versión política de la hermenéutica, lo cual explica por que es un reproche tan terrible para sus lectores originales, a quienes se hacía el recuerdo de que queda algo más allá a modo de residuo. Como metafísica, recuerda la pregunta y el sentido de la actividad filosófica; como política sugiere cuestionar desde la pregunta filosófica los supuestos del mundo alemán socialdemócrata, que para 1993 era el mundo de La tercera vía de Anthony Giddens, el sociólogo del mundo de las framed democracies de Zabala y Vattimo.

Ese mundo, el del “pensamiento único”, era básicamente un mundo colonizado por la hermenéutica, quizá en su formulación menos feliz. Hans-Georg Gadamer había sancionado en Verdad y método, de 1960, el apotegma “El ser que puede ser comprendido es lenguaje”; la filosofía socialdemócrata había traducido el apotegma en una política donde no había lugar al acontecimiento, donde ya todo estaba desde siempre comprendido.

He sostenido en otra parte que este asunto de identificar el ser con lo que puede ser comprendido (y, quizá lo más extraño de todo, con el lenguaje, que es el lugar de la comprensión) es una anomalía de la hermenéutica. No se está haciendo referencia aquí al hecho de que Gadamer tuviera que justificar esta, la tesis de Verdad y método, como la consecuencia de varios cientos de páginas de una erudición que, tan solo medio siglo después, se ve algo bastante exagerada, cosa natural si debía enfrentarse a dos mil años de una tradición preferentemente adversa. Nos referimos al hecho de su acogida en la filosofía política y las ciencias jurídicas y sociales en la Alemania para la que Agamben, un filósofo veneciano, escribe Lo que queda de Auschwitz; los filósofos alemanes tienen por gran teoría filosófica un ser en el que todo puede ser comprendido, en que todo es objeto de diálogo y consenso, en donde puede y no otra cosa que conversarse y la experiencia de ser incomprensible es ajena e intrusa; es sin duda violencia, y por ello es pensada como un episodio inaceptable y, mejor, im/ posible. Parecieran haberse olvidado los alemanes de 1990, y los pensadores en general de la filosofía política social democrática algo que había advertido antes Theodor Adorno: Que después de Auschwitz, el modelo de un evento incomprensible donde se halla el arquetipo humano del que no puede ser comprendido, había que ser cuidadosos con el optimismo de haberlo comprendido todo.

Agamben hace del judío de los campos (de concentración) una analogía del preguntar filosófico que se le reprochaba a la Alemania de 1990. Si el ser que le importa a la filosofía metafísica y política de Alemania es principalmente y quizá solo el que puede ser comprendido, el judío de los campos parece habérsele olvidado muy rápidamente desde los juicios de Núremberg. Y la razón es esta: Porque lo que hace posible que la filosofía tenga sentido es lo que dobla las rodillas y abisma en la incomprensión a quien es capaz de ver en él el evento que es. Y el que no viese el evento, tendría algo así como un velo de ignorancia metafísica. El que, por alguna razón exige que todo sea comprendido, ha adoptado una actitud antimetafísica que lo exime de las responsabilidades y compromisos que el acontecer lleva consigo, y que está presupuesto en que lo que es ahora siempre puede ser diferente otro día. Acontecer, moverse en el tiempo en lugar de ser inmóvil, es lo propio de la metafísica de las cosas humanas, moverse con las cosas que se mueven. Mundo éste pos/ metafísico, sea dicho al kakodoxos, para cerrar este texto, es el momento en que el evento puede ser contado con más intensidad. Por ahora, el único momento, con la incertidumbre fundante que nos hace contar, contar otra vez, y recontar de nuevo, incluso cuando todo haya terminado.

 Caetera desiderantur

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